En una época en la que casi nadie arriesga y se va a lo seguro, a lo eficaz, en la que las partituras de las bandas sonoras abusan del ad hoc con bajos potentes que acentúen el sonido envolvente de la alta definición, o ataques orquestales que saquen punta a las terceras dimensiones, se agradece la elaborada y natural artesanía de músicos como Coulais. Transgrede, provoca, inventa, se afianza en un estilo propio que tiene un campo abonado en el género documental y que tiene a las voces extremas (muy blancas o muy negras) por himno y bandera.
Esta banda sonora está plagada de estrofas musicales sublimes que la mayoría conocerá tan solo a partir del anuncio publicitario de una cuenta bancaria en televisión, la música que dentro de unos meses la publicidad habrá robado al documental original… Hacer documentales es como ir a la playa en invierno; bonito, a la par que triste. Poner música a tales documentales es como si, además, te bañaras en el mar y en pelotas… Se requiere no solo talento, sino valentía.
“My Kingdom”. La canción tiene esa frescura esencial, ese aire de tonadilla pegadiza y fácil de silvar al estilo de la oscarizada “Raindrops Keep Fallin’ on My Head” de Burt Bacharach. Como en Brice de Nice, Coulais rinde tributo a la inmortalidad veraniega y hace brillar el sol en su simple aunque calculada partitura.
BSOSpirit opina
Nota media: 6,62
Ángel Aylagas (6), David Doncel (7), Fernando Fernández (7), Asier G. Senarriaga (6), Óscar Giménez (6), Ignacio Granda (6), Jordi Montaner (8), David Saiz (7)
Walt Disney (Francia) ha sorprendido a propios y a extraños con una producción mucho más cerca de Fantasía que de Toy Story 3. En sólo dos dimensiones y sin prácticamente ningún artificio (salvando la coreografía de las amapolas y el paseo por encima el agua de los protagonistas), los creadorees de Microcosmos y Genesis, Claude Nuridsany y Marie Pérennou, componen en La clé des champs un onírico poema visual, 100% musical en su planteamiento.
La narración (casi recitación) de Denis Podalydès y la ternura desenvuelta de Simon Delagnes y Lindsey Henocque, un niño y una niña, mecen el subconsciente del espectador como si todos, sin excepción, sin saberlo, fuéramos niños huérfanos perdidos en un bosque.
El cuento carga sus tintas en una detallada y estudiada prospección del mundo de los sueños, de las sensaciones más atávicas desatadas por el simple descubrimiento de la naturaleza, ese viaje iniciático interior que todo niño lleva a cabo y que conserva muchos rasgos comunes.
Bruno Coulais se sirve de una música hipnótica, cristalina, para formular propuestas muy en su género, haciendo chocar objetos de texturas cromáticas distintas, modulando voces, agitando tubos de construcción para que suenen como el viento, encendiendo un cuarteto de cuerda a ritmo de fandango, o casando percusiones orientales y flauta en un minueto burlesco que se diría extraído del Cascanueces de Tchaikovsky…
Música libre al servicio de la preciosista fotografía de Laurent Desmet y Laurent Charbonnier, propiciando que el ingeniero de sonido Jean Goudier otorgue al documental un carácter de obra artística, renunciando a todo sonido de ambiente puro y construyendo junto a Coulais una banda sonora más que original, del todo inventada.
Bruno Coulais
La expresión francesa “la clé des champs” se popularizó en el siglo XIX como una metáfora de libertad pura, dejada ir. Los realizadores funden en esta película los propósitos de sus dos películas anteriores, Macrocosmos y Genesis (también musicadas por Coulais) para explorar el subconsciente infantil del niño adulto. A modo de experimento, como propuso Proust con su famosa madalena, un aroma, una música o una sensación muy arraigada en nuestro pasado se despereza y evoca recuerdos muy distintos pero que todos tienen que ver con pocos rasgos muy definidos: un estanque olvidado del tiempo, una tarde muy larga de verano, una soledad y la íntima comunión de dos niños perdidos, atenazados por la curiosidad y el temor. Todos, sin excepción, hemos pasado por esto, por un primer día de contacto físico con la naturaleza virgen, de ruidos extraños, sombras evocadoras, de incertidumbre y de emoción. Cosas que nos resultaría imposible explicar porque son como el agua de una fuente secreta en la que el subconsciente onírico bebe y se deleita con frenesí.
Coulais acomete desde el primer momento ese descubrimiento de la naturaleza virgen en la infancia, esa liturgia misteriosa de una naturaleza nueva, impecable, y que cuenta a la vez con miles de siglos de antigüedad.
Sonidos inéditos
En el tema “À la suface de l’eau” lleva el tono misterioso tan lejos que la música parece casi marciana. Coulais siente un odio visceral por los sintetizadores y la música sintetizada. Lo que cualquier músico de Media Ventures resolvería para una escena difícil con una simple computación de registros, Coulais examina en su laboratorio de sonidos, pone a prueba y graba. “Cada sonido se refiere a una experiencia concreta”, explica, “y me encanta poner en común mis experiencias con las de músicos o ingenieros de sonido a fin de ensayar sonidos nuevos cosas puras que nunca antes se han escuchado”.
Coulais dice sentirse cómodo con los realizadores de documentales cuya labor conoce de antemano y a quienes no tiene que perseguir con maquetas de sus músicas para sondear si una idea encaja en la otra. Desde la propuesta misma de escribir una partitura original, Coulais trabaja en plena libertad y sabe que la película no se montará hasta que su música esté lista, sabe que su música es como un actor más de la película.
Para Coulais, Claude Nuridsany y Marie Pérennou son algo más que cineastas; son psicólogos, filósofos, pintores, poetas, músicos. Esta película tardó tres meses en rodarse y lo más difícil fue encontrar el lugar mágico que reuniera esas características comunes de sitio veraniego iniciático para un primer encuentro con la naturaleza, y conseguir de los animales una auténtica representación artística… No se trata de un documental que descubre, no se trata de un reportaje de la naturaleza, sino más bien de un elaborado ballet, ópera salvaje o número circense, totalmente dejado al azar, aunque orquestado con ideas muy elaboradas sobre lo que aún queda de la naturaleza en nuestro comportamiento y en nuestra estructura cerebral.
Como un buen cuento que narra más de lo que dice, La clé des champs escapa a todo esquema cinematográfico de conflicto y resolución, de acción palpitante. Sin enzarzarse en los discursos freudianos de The Tree of Life o Melancholia, se alinea en su poesía iconográfica, en su trasiego emocional.
Es fácil emocionar con música por la vía de la tristeza; pero sólo unos pocos comnpositores saben emocionar por la vía del asombro.
Coulais conmina a que el cine no se obstine siempre en lo más lejos, más alto y más fuerte, a no perder de vista lo insignificante que a su vez es anónimo y universal, lo que nos hace ser como somos y nos une a este mundo desde el inicio de los tiempos.
Un buen día, el guardabosques Pascal Arnaud sorprendió a los realizadores de La clé des champs en un tiempo muerto y, sin más, les explicó una historia asombrosa acerca de unas hormigas a las que nadie hoy habría prestado atención. Claude Nuridsany y Marie Pérennou captaron de inmediato que lo grandioso no era la historia en sí, sino que una experiencia infantil de verano en un estanque virgen de Larzac (Aquitania) ejerciera semejante influjo en la cabeza de un hombre ya adulto.
Coulais, en este disco, recurre a tres registros vocales distintos. No puede faltar la emblemática voz infantil, que aquí sirven Lindsey Henocq y Odile Gogibu. Rosemary Standley, del grupo Moriarty, es otra de las voces, y el vocalista principal es todo un espectáculo: un mitómano francés de origen árabe, especialista en la producción de los sonidos guturales más inverosímiles, alto, extraño de cara, parece una criatura de otro mundo y lleva tatuado en el torso el mapa de un mundo imaginario; músico vanguardista de un pop-rock étnico minoritario, inventor del trip-hop ópera y referencia de la música experimental en Francia, habiendo flirteado tanto con el jazz como con la música electrónica. Se llama Labyala Fela Da Jawid Fel, pero es conocido como Nosfell.
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