Las cosas excelentes, contaba Spinoza, “son tan raras como difíciles”. He aquí un buen ejemplo. Un poliédrico joven realizador de Nueva York se estrena en el largometraje con una historia inmortal, una Odisea llevada al sur salvaje de Estados Unidos y con un protagonista que encarna descarnadamente a la Humanidad: un Ulises convertido en niña afroamericana de seis años.
Según Dan Romer, co-compositor de Beasts of the Southern Wild, Benh Zeitlin (director, guionista y músico) dibujó esta película bajo la forma de un proyecto discográfico. “Partió de una idea muy simple y llana, llamó a unos cuantos músicos para grabar una serie de piezas y, sólo al final, estructuró la película en base a las piezas aportadas en su conjunto.” Zeitlin aclara, no obstante, que el trabajo creativo se hizo con ordenador para adecuar el metraje de la música a la estructura diseñada en el guión…
Zeitlin se reunió con Romer, con quien había trabajado anteriormente en un par de cortos, para esbozar el proyecto de su película y también la banda sonora. Romer se limitó, acordeón en mano, a parafrasear acordes, proponer tratamientos musicales muy simples y recomendar la competencia invitada de violinistas criollos especializados en el cajun dance. Todo se resolvió de forma rápida y sencilla, sin aparatosos contratos ni rigidez de ningún tipo por parte de nadie. La música de la película, la película en sí, nació como un torrente y fue cobrando la magnitud de un río hasta acabar en un gran delta.
¿Qué más puede decirse? Resulta imposible traducir el contenido de la música y sus significados con palabras, transferir realidades semánticas de un código musical a un código lingüístico, vestir con toda suerte de atributos categóricos banales y segmentos verbales unas frases musicales cuya retórica, cuya elocuencia, reside en la intimidad en que fueron concebidas, en su misma desnudez.
La interacción polimórfica y dialéctica que gastamos en todas nuestras reseñas queda rendida aquí en el silencio, en la transparencia del agua pura.
Es cierto que la música de cine es siempre una música programática, intencionada, poco objetiva; pero al fin y al cabo es música. Una música que, como decía Schopenhauer, “no puede ser nada más y nada menos que sí misma”.
La música sigue donde la filosofía y la poesía se rinden. Sócrates, para asombro de sus allegados, agotó sus últimos minutos de vida cantando. Galileo, por su parte, sostenía que “sólo la música y las matemáticas no saben mentir”…
Algo debo, sin embargo, a quienes os tomáis la molestia de leer mi reseña. Permitidme, pues, que recurra a algunas simultaneidades polisémicas con el fin de dar a la música de esta película un tratamiento de homenaje.
Desnudos
Pese a que haga frío, uno debe desnudarse ante Beasts of the Southern Wild como ante una ablución en el río que nos lleva. Atender al arrullo de la corriente, respirar el gusto acre del lodo en la orilla, mezclado con almizcles salvajes, perfume de violetas y magnolias. Es el río del verano eterno de nuestra infancia, en el que entrábamos temblando con emoción, miedo, curiosidad y una punta de desafío… Es el río de la vida, con meandros difíciles y corrientes arriesgadas; también con recodos de paz y de gran belleza. Un vado necesario como la vida misma. Uno no puede sino bañarse para llegar a ser quien sueña ser; aun comprobando que, en definitiva, todo es un sueño.
Quienes tengan la suerte de haber cruzado en alguna remota excursión las lagunas del río Mississippí, más allá del gran lago Ponchartrian, reconocerán esa misma “bañera” (bathtub) en la que se desarrolla la acción de la película. La disneyca “madre naturaleza” toma la forma por aquellos pagos de una vieja enorme borracha y airada que cada año azota la región con terribles huracanes y crecidas de río. La gente muere, o pierde la vida (lo pierde todo) y deambula como muertos andantes al albur del destino y la incertidumbre, alimentándose únicamente de carroña, de la muerte de los demás.
Zeitlin sabe de qué hablo. Lleva seis años viviendo en Nueva Orleans y vivió en sus carnes la tragedia del Katrina, una tragedia que ahora ilustra blandiendo sus mejores armas: la música y el cine. Con sólo 29 años, este realizador ha dejado de una pieza a los jurados de Sundance y Cannes. “A la hora de hablar de lo ocurrido, todo el mundo emplea un retórica común para universalizar la catástrofe, el lado humano del asunto… Yo me di cuenta de que éste no era el sentimiento de las víctimas, pegadas como lapas a su país en ruinas, a su mundo descuartizado. Quise blandir un discurso que homenajeara su coraje, pero también el amor que sienten por este increíble lugar, peligroso, salvaje y mágico a la vez…”
Zeitlin decidió que la cámara sería la mirada de la joven actriz Quevenzhané Wallis, y que todas las emociones de la película partirían de sus diálogos y de “su música”, la música de una heroína local, una joven guerrera, un desafío andante.
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