Esta película, como su banda sonora, tiene un precedente inequívoco en The Lovely Bones, un thriller poético sobre interioridades de adolescencia firmado por Peter Jackson y musicado por Brian Eno. Bajo una cuidada producción a cargo de los hermanos Scott, el surcoreano Park Chan-Wook (Lady Vengeance) recompone un argumento parecido aunque en un ambiente mucho más oscuro y siniestro, gótico.
En un tono muy parecido al de The Black Swan (Darren Aronofsky), Clint Mansell ajusta sus composiciones a los diferentes contrapuntos del guión. La protagonista es una adolescente (Mia Waskowska) de perfil psicológico muy frágil y de cualidades expresivas fascinantes. Su cuerpo tiene una edad certificada de veinteañera, pero su temperamento sigue anclado en la infancia y su alma cuenta siglos enteros…
Entre las canciones “Summer Wine” y “Becomes the Color”, una pulcra unidad de estilo acerca los años sesenta al tiempo presente con depurada eficacia. El espectador viaja de superficial a profundo, no de lejos a cerca. Como Herrmann, Mansell incluye en su partitura un ejercicio de estilo sobre tensión psicológica con solo una estrofa silbada por Matthew Goode. El tono es el subtexto mismo; bajo una apariencia de franqueza, de normalidad cotidiana o de pasmo doméstico, subyace un secreto que sólo aparecerá desvelado al final. La música de Mansell (algo que Park Chan-Wood ilustra hasta con imágenes surrealistas) tiene el inquietante objetivo de subirse por las piernas de la protagonista como una araña. Temes acometerla, pero te inquieta su avance y lo que pueda pasar al final…
Piano, guitarra, flauta, violín y orquesta ejercen un cosquilleo oscuro, místico, que eriza la piel y acaba por resultar escalofriante. Mansell serpentea por lo no dicho, lo no enunciado, como las sombras del conde Drácula de Coppola; lo hace a un antojo que no se corresponde exactamente con lo mostrado en las imágenes.
El piano, además, ejerce un papel erótico como en la película homónima de Jane Campion (con música de Michael Nyman). La protagonista se encela en un solo de piano al que acuden por detrás, en un abrazo, las manos de su misterioso tío. Las octavas van creciendo al ritmo de la temperatura sensual hasta culminar en un ejercicio orgásmico que rubrica nada más y nada menos que Philip Glass. Mansell permite a Glass asumir el latido poético de esta historia sin más trascendencia que la de un ejercicio de estilo sobresaliente.
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