La mejor definición que se me ocurre de Laurent Petitgand, en términos melocinematográficos, es la de un Conrad Pope de arte y ensayo… Su relación con el cine se remonta a por lo menos 40 años y casi siempre a la sombra del estrafalario Wim Wenders. No es ningún secreto que las películas de Wenders mantienen una relación casi esquizofrénica con la música, y que el realizador alemán ha plantado pica en muy distintos frentes con desigual resultado (Jurgen Knieper, Ry Cooder, John Barry, Graeme Revell, U2…). Pero en casi todas sus batallas ha contado con el asesoramiento de un’ enfant terrible’ de la música de cine, un renegado casi al más puro estilo de Serge Gainsbourg: Laurent Petitgand.
En The Salt of the Earth (La sal de la Tierra), y por encargo expreso de Wenders (productor y co-realizador), Petitgand se pone a las órdenes de Juliano Ribeiro Salgado, hijo del protagonista del documental: el fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado.
Con su blanco y negro, con su pétrea mirada, elabora un documental elegíaco. La Tierra y el ser humano, la Tierra del ser humano, están heridos de muerte. Petitgand se afianza en un instrumento elegíaco por naturaleza, el violonchelo, para enfatizar que se habla y que el espectador se remite a cosas perecidas y/o desaparecidas. No es una fotografía estéticamente impecable ni depurada, tampoco la música, pero sí contundente, dura, amarga como una medicina.
Conmueve lo que no está, lo desplazado fuera de campo… Lo que se muestra y se escucha no suscita casi nada más que dolor. Se trata de una película y de una música para mayores de 81 años, en vez de 18; seres ya familiarizados con la muerte, con la pérdida, con el horror real… Hablemos claro: la terrorífica ficción de REC es inmensamente menos dramática que el recuerdo de una guerra, un holocausto, una devastación.
Salgado conmueve con su aspiración a superar lo insuperable, a plantar nuevas raíces en viejos camposantos. Petitgand añade sublimes retoques étnicos y percusiones a su elegía sin despistar el recorrido de un descenso a los infiernos más reales y secretos de nuestra memoria colectiva, sin apartar el dedo de la llaga.
La palabra «fotógrafo» viene del griego y significa «escritor de la luz». Salgado escribe sombras y Petitgand las sumerge en un baño de música oscura a fin de revelar una verdad por fuerza triste… Si una imagen vale más que mil palabras, puede que un silencio valga también más que un millar de acordes.
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