Jazz urbanita de los setenta |
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Dos compañeros de habitación en un colegio mayor; uno va para director de cine y otro para batería de jazz… No son Iñárritu y Sánchez… El tema es que ambos desean sacar lo mejor de sí mismos tejiendo una historia sobre dar lo mejor de uno mismo, pasando de corrección pedagógica y con ánimo de hacer cine intrusivo, impertinente, gamberro y tocapelotas.
Una vez más certifico la necesidad de visionar con atención la BSO que reseñamos antes de reseñar… Escuchando el disco uno se relaja, se retrotrae a las bandas de jazz de los primeros setenta en Nueva York, muy influenciadas por la composición clásica e integradas por músicos de familias ricas que habían estudiado en escuelas muy caras (algo meridianamente alejado de la verdadera naturaleza del jazz), impecables en su ejecución, en su melodioso porte y con una rítmica más caribeña y brasileña que genuinamente africana… Era el jazz de Blood, Sweat and Tears, Stan Getz, Paul Desmond, Gil Evans o Lalo Schifrin. Un jazz muy emparentado con la concepción orquestal de Duke Ellington y en el que, todo hay que decirlo, la batería tenía un tercio de ejecución mucho menor que los vientos, los metales o los pianos y las guitarras.
Volvamos donde habíamos quedado: Damien Chazelle (director) y Justin Hurwitz (músico de jazz) se alían en un brindis por los viejos tiempos y deciden emprender el rodaje de una película intensa, provocativa. Cuentan con un secundario de primera fila, J. K. Simmons (justo merecedor del Oscar), y con un orquestador que es casi como la sombra de Michael Giacchino: Tim Simonec… El resultado, pese a todo, es una banda sonora un poco por encima de la película que acompaña. Simonec, además, disgrega lo puramente jazzístico con algún que otro tema más en la lína de la música de cine de hoy.
La BSO remite con candor a lo mejor de Schifrin, evocando un clima cálido en las noches de la ciudad que nunca duerme. El peso de los metales anda muy por encima del de las percusiones en muchos cortes y el jazz resultante desprende candor, esplendor, buen rollo… Todo lo contrario de la película. Es la ley del contrapunto musical en el cine.
Whiplash es mucho más un excelente disco de jazz urbanita de los setenta que una buena banda sonora. Con todo, insisto, la música (y, particularmente, la interpretación de la batería a cargo de Hurwitz) roban todo el buenhacer interpretativo y dramático del protagonista; sus lágrimas, su sudor y su sangre no pueden frente a la potencia con la que el desenfreno musical y rítmico secuestra toda la película y la subyuga.
En resumidas cuentas: si os gusta el jazz, haceros con el disco; si os gusta ver cómo la realización de un largometraje reta a la buena música y pierde por goleada, visionad Whiplash.
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