Minimalismo metafísico y un final impecable |
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Resulta complicado no acercarse de forma casi abrupta por cualquier amante del arte y la música a la carrera artística del compositor irlandés, uno de los genios indiscutibles (y desconocidos) del Arte en toda su dimensión. Muy cercano a los matices del minimalismo orquestal absoluto y fabricante de sentimientos drásticos, Patrick Cassidy mantiene en toda su obra un estudio y una meditación intelectual envidiables por cualquier artista y al alcance de pocos de ellos. No obstante, arduo de escuchar y comprender.
Recordado (o intuido) por muchos gracias a su magnífica aria para la banda sonora de Hannibal, “Vide Cor Meum”, pero con trabajos maestros a sus espaldas y exuberantes colaboraciones con la mejor voz del panorama actual, Lisa Gerrard, Cassidy nos presenta en Calvary una partitura trascendental y pensada, reflejo absoluto del estado de ánimo y desasosiego vital del padre James Lavelle, en toda su extensión mantenida por notas constantes, sencillas y melódicas.
A los pocos minutos de iniciada la historia comprenderemos su forma (aparte del significado): no podría fabricar el compositor una estructura compleja cuando ella misma se refiere a la vida de un hombre entre habitaciones rústicas, discursos de bondad e intenciones correctas. Igualmente siendo el punto de apoyo de los recuerdos del pasado y la melancolía de los seres queridos que ya no están.
John Michael McDonagh, el director, va enlazando una historia en principio algo deslavazada pero que, con astucia, hace centrar la atención del espectador en el ámbito intelectual. Tanto número de personajes, visitas y sermones varios del párroco nos llevan, aderezados los instantes por pequeños fragmentos de la partitura, a pensar únicamente en la figura del cura, que vive triste algún seguro acontecimiento trágico de su pasado que más tarde, cuando todas las historias confluyen (en el bar del pueblo), podemos comprender. El empleo durante la primera parte de metraje de canciones típicas del folclore irlandés en situaciones radicalmente mundanas y el uso de la partitura original en los instantes más sustanciales nos presentan una base fundamental en el filme: el hastío vital y la desgana por la existencia (por un lado) y la vulgaridad que acoge la vida (por otro) cuando una y otra faceta se unen. Cassidy se presenta ya con la voz (en la obra como instrumento solista importante y metafísico), dejando claro el camino que su trabajo va a tomar (“Memories Fade”). Es lo primero que escuchamos. Poco a poco irán intercalándose las canciones elegidas por el director con los ya mencionados pequeños cortes de los temas compuestos por Cassidy. La habilidad del artista es mayúscula, tomando la forma de una quietud y templanza musical pocas veces escuchada, incluso en las dos secuencias máximas de la historia. La primera de ellas ocurre en la mitad de los sucesos, asistiendo el padre Lavelle a un herido de muerte, consolando al tiempo a su mujer. Aparece entonces con fuerza (y por vez primera) el segundo de los temas de Calvary (tras el pequeño desarrollo del primero durante los instantes iniciales), contenido, dramático, arquetipo de la Belleza. Alcanzada su presentación en la película, Cassidy (anudadas ya las historias vitales y mundanas de los personajes del pueblo) desarrolla su máxima presencia y habilidad en el conjunto. Aguarda pacientemente, sin hacer presencia, el otro momento importante, referido ahora a la esfera terrenal (el religioso cae de nuevo en el vicio del alcohol, escuchándose en plenitud una de las canciones no originales para el filme) y agolpa entonces su aparición absoluta en el desenlace.
El final de Calvary no puede llegar a explicarse con unas letras. Lo que el compositor es capaz de provocar en este momento, en la secuencia última, es de una fuerza tan grande que un acontecimiento dramático llega a ser tratado mediante la hermosura sin ningún tipo de grieta ni peligro (“Say Your Prayers”). El riesgo es máximo: el genial artista comienza el momento con un par de notas agudas mantenidas y los graves anunciando la llegada de la voz. Terrible, verdadero, trágico, sublime… Es indiferente la postura que hayas mantenido durante todo el filme: la tristeza, la ternura, el dolor… saldrán sacudidos de pronto de tu interior escuchando una simple nota. A juicio de quien esto escribe, de los finales de historia más arrolladoramente controlados por la música. Absoluta belleza. Lirismo etéreo.
En conclusión, nos encontramos ante un trabajo excepcional, un minimalismo sacro que, ya por serlo, no suele ser reconocido lo que en verdad merece, aspecto también que le otorga, para el estudioso profundo, un atractivo mayúsculo si cabe. Sin lugar a dudas, de las mejores composiciones de los últimos tiempos y un artista y obra que cualquier amante de la música minoritaria debiera escuchar.
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