Repentino perdedor por K.O. |
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Nos encontramos ante uno de los ejemplos más claros de los últimos tiempos en la música de cine de cómo la partitura original, escuchada de forma aislada, demuestra fuerza, calidad, brillantez, sutilidad y grandeza y, al percibirla y “verla” en pantalla, en el global de su aplicación en el filme, cae estrepitosamente en el (casi) ridículo. Esta vez la culpa no es del músico (en opinión de quien esto escribe, de gran entereza compositiva y una calidad incuestionable, por encima de lo que se le reconoce) sino de un director (Ridley Scott) que ha querido transformar un proyecto interesantísimo en el deleite (rechazable) de la mayoría. Un comercialismo radical, centrado en las canciones musicales de los años setenta, hiere de muerte a la composición original y seria de Harry Gregson-Williams.
La música te adormece; anestesia la intención el compositor consiguiendo un fin último dramáticamente potentísimo. Tratándose de un propósito profundo, el dramatismo en The Martian crece como si ascendiendo un obstáculo progresivo e incansable se encontrase el espectador, trabajando aeróbicamente toda la historia que va aconteciendo. Gregson-Williams practica una contención tan envidiable que la penosa odisea espacial del protagonista se convierte (o mejor, se adorna) en una ventura a la que la vertiente filosófica podría dar sentido absoluto (eso sí, sólo a quien se arriesgue seriamente a quererlo). El drama, ya dicho, asciende tranquilo y explota únicamente al final gracias a la partitura. Mas, por otro lado, la misma composición ha sido la culpable (por fortuna) de contener este éxtasis interno para ofrecernos la posibilidad de un metraje meditado y trascendente.
No, en absoluto he sufrido desvarío alguno transitorio o he cambiado mi argumento; esto, anteriormente dicho, es lo que cualquier amante de la música de cine piensa y siente tras escuchar The Martian en CD o cualquier otro soporte tecnológico que no sea la pantalla de cine. El resultado final, ya dicho, absolutamente distinto. La primera escucha y sensación: engañosa.
The Martian comienza con un tono evocador, las notas del artista bañan en un color oro, mediante el uso de pads y el tema principal, todo el planeta rojo (“Mars”), un motivo central que, inteligentemente, va a ser variado en multitud de ocasiones para llegar al clímax más potente de su empleo cuando el protagonista recorre Marte en su vehículo (“Crossing Mars”), el instante quizá más llamativo de la partitura en pantalla pero, seguro, no el más importante o especial. El más inteligente y trabajado no aparece en la edición en CD de la obra orquestal ni, evidentemente, en la otra edición, la que contiene los temas no originales de un carácter disco y pop. Se trata del momento en el que surge en pantalla la nave Hermes por primera vez, en la que el compositor nos deleita con un comedido tema iniciado a base de sonidos graves sintetizados y bajos exquisitos y que luego, en el desarrollo de la acción en la Hermes, empleará como atmósfera principal (“Build a Bomb”) en contraste con el ambiente generado por los pads en la primera mitad del metraje, más cercano a las formas lineales del paisaje. El dramatismo impera en esta segunda parte (en la nave) mientras la primera contiene, a su vez, otras dos: la esperanza del astronauta por sobrevivir (“Making Water”), con melodías limpias y fáciles de escuchar y el lado más inquietante del filme, con Mark Watney (el protagonista) enlazado a la vida terrenal de Houston (y su preocupación por él) mediante los temas más sintetizados (“Watney’s Alive!”).
Así se desarrolla The Martian, una propuesta trabajada e interesante, con muchos más detalles (el contraste que el autor aplica en la escena de la Pathfinder, elemento vital en su salvación, es de gran calidad, bajando el ritmo de la música al tiempo que aumenta el de la escena, “Pathfinder”). Como ya hemos adelantado, todo esto sufre una devastación artística enorme a través de la orientación comercial sin reparos que el director da a su obra.
La constante gracia que Mark y otros personajes imprimen a diversas situaciones y la sonoridad divertida (al tiempo que mediocre) de las canciones no originales (que cada vez toman más presencia en la obra) van a suponer el punto fuerte de una producción para nada trascendental, filosófica o problemática incluso. El choque frontal de esto con la partitura es tremendo. Mirar a la pantalla y presenciar una de las escenas, cuando el astronauta elimina objetos de la pequeña nave que le lanzará de nuevo al espacio, apoyada en toda su extensión por una de las mencionadas “cancioncillas” es, al menos, de una comicidad extravagante y vergüenza ajena extraordinarias y que marcarán a cualquier amante del arte de calidad.
En definitiva, obra respetable de un artista muy grande; trabajo serio para una película a la que la seriedad, precisamente, no le seduce. Golpe directo del montaje final del director y un resultado global de la música de Harry Gregson-Williams que él mismo, seguramente, no querrá repetir junto a Ridley Scott.
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