Hagamos un ejercicio. Agarremos nuestro DeLorean mental y viajemos en el tiempo a un par de días después de la Gala de los Oscars. Partamos de un planteamiento posible, aunque algo improbable. De que el Dios de la música de cine John Williams (con permiso de Morricone), se lleve el Oscar a la mejor banda sonora por su partitura para el cierre de la saga de los Skywalker. La magnífica (BSO) Star Wars: El Ascenso de Skywalker (por cierto, que título más nefasto, casi tanto como la película).
Sería su sexto Oscar después de nada más y nada menos que 52 nominaciones a los premios. Mi primera intención sería la de comprar el periódico del día siguiente, para imbuirme en el glamour de la gala, de la alfombra roja, de esas anécdotas imprevistas que pueblan habitualmente estos especiales momentos anuales. Pero claro, me delata mi edad, mi romanticismo recalcitrante. Ahora todo va por móviles, noticias digitales instantáneas, trend topics, hashtags y boomerangs. A mi esto ultimo siempre me ha recordado a Cocodrilo Dundee. Y por supuesto, hacer vídeos en vertical me resulta una herejía propia de generaciones a quemar en la hoguera. ¿Qué vamos a esperar si se han fraguado a ritmo machacón y repetitivo de reggaeton? Pero ellos no tienen culpa, si a los propios padres les parece gracioso ver a su descendencia hacer twerking y seguirle el rollo a letras perturbadoras.
Fuera de disquisiciones viejunas, está claro que lo primero que vería de esas noticias digitales en mi reluciente móvil de ochocientos megapixels sería la felicidad, no solo de la comunidad hollywoodiense por el nuevo Oscar para John Williams, sino de la muchachada fan ante la victoria de su ídolo. Una veneración que los americanos tienen no solo por su músico en clave singular, sino por supuesto por los suyos en clave plural. Y Williams es intocable. Su puntal y referente en lo que a música para cine se refiere.
Ennio Morricone tampoco reúne ninguna diatriba en cuanto a su veneración en su país de origen. Lo más que se llega a hacer referencia a su muy comentado carácter arisco. Pero como músico, ni un pero. «Es nuestro Dios, y posiblemente el vuestro también» (los italianos refiriéndose al resto del mundo).
Y ya no hablemos de los franceses, que coleccionan genios musicales por doquier, los exportan a USA desde hace décadas y patentaron eso del chauvinismo.
Así que, después de visitar el futuro, un ejercicio mental muy sano siempre que se haga dejándose de lado las preocupaciones (ocuparse antes de tiempo), vuelvo a mi presente unos cuatro días después de la gala de los Goya donde Alberto Iglesias se alzo con su -ojito- undécimo galardón a mejor banda sonora por su partitura para la reconocidísima película de Pedro Almódovar, Dolor y Gloria.
Ninguna sorpresa. Toda vez que para el que escribe su banda sonora era la mejor de las cuatro. Y supongo que ese pensamiento mío, basado en la total sinceridad (quien me conoce sabe que puedo llegar a ser mortalmente sincero), fue el que compartieron la mayoría de académicos que dieron su voto a Alberto y a su magnífica banda sonora en las pasadas votaciones para elegir lo mejor de nuestro cine en 2019.
Pero independientemente de que no estés de acuerdo conmigo o con los académicos y su decisión, lo que no entiendo y no entenderé jamas de este país es esa obsesión de echar por tierra el trabajo de los demás. De menospreciar a una persona con el fin de alzar a otra.
Poco tiempo después de la gala, me encontré con una especie de mini-movida, de cuasi-ola , de corriente pestilente de claro calado endogámico, surgido en el seno de ese núcleo duro de aficionados o de pseudo-críticos poseedores de la verdad de este nicho de afición a la música de cine (que en sus buenos tiempos tuvo 300 integrantes y ahora con suerte no llegan ni a 100), en el que muy posiblemente me incluirás dado mi pedigrí bandasonero.
Si es fuese real mi afiliación al mismo pido desde ya que me aborren y valga este editorial como excusa suficiente para sacarme tarjeta roja. Expedientadme, por favor. Espero que vuestras mercedes poseedoras y tenedoras del buen gusto y la razón bandasonerial lo tengan en cuenta.
Me da vergüenza, asco y hasta gases que haya gente que llegue al limite injustificable de insultar a Alberto Iglesias (pobretico él, como si su afán fuese realmente ganar premios) y a los académicos que han decidido premiarle, porque «siempre se lo dan al mismo«. Insultemos a Nadal ya si eso, porque el muy mamón no para de ganar competiciones.
Hasta hay trasnochados de hoja caduca cada vez menos afilada que se ofrecen ha enseñar a los académicos lo que es bueno y es malo. Lo que es música para premiar y lo que no lo es. A mi esto y lo que me cuentan en El cuento de la criada parece sacado del mismo showrunner.
Ya en serio, me da mucha pena que seamos un país que abandera la envidia. Que no premia al ganador. Que no venera a sus grandes. Nadal, Julio Iglesias, Alejandro Sanz, Pedro Almódovar, José Andrés, Javier Bardem, incluso desaparecidos como Picasso o Dalí, todos tienen sus peros. Por supuestos sacados bajo un análisis concienzudo del españolito medio, ahogado en su mediocridad y terrenalidad cateta. El único que por ahora parece salvarse es Antonio Banderas, pero dejadle tiempo al pobre. Alguien le pondrá la cruz.
Alberto Iglesias parece no alejarse de este virus que puebla nuestro ADN castizo y cateto. Un ejercicio que es del todo imposible en otros países (o al menos un juego limitados a un corrillo), en el nuestro es algo habitual.
¿Que Arturo Cardelús tenía que haber ganado? Yo conozco personalmente a Arturo, lo aprecio, pero no era su año. Y eso que Buñuel en el laberinto de las tortugas es una magnífica banda sonora (y fijaos, con evidentes influencias de la música de Alberto Iglesias). Pero Arturo tiene aún mucho camino que recorrer. De esos lentos pero seguros caminos que siempre dan sus frutos. De esos que recorrió Alberto.
Porque a ver si ahora va a parecer que Alberto Iglesias fue llegar y besar el santo. Llegar y estar nominado en las dos categorías, banda sonora y canción y llevarse los dos cabezones (no ese fue otro, pero ya no recuerdo su nombre… como casi toda la industria cinematográfica de nuestro país y la de Hollywood).
Esto lo hablamos Arturo y yo en persona y sabemos que ir lento y de forma constante es la mejor técnica para llegar lejos. Arturo tiene muchas herramientas para llegar lejos y lo vamos a ver. No os quepa la menor duda. Pero este no fue su momento. Como tampoco lo fue para mi Sergio de la Puente (lo de «mi» lo digo porque soy su agente/publicista/amigo). En canción era el año de Javier Ruibal y todos lo sabíamos. Punto. ¡Y qué bueno es Ruibal!
Pascal ya estaba muy contento con la nominación, como también me dijo poco después de la charla que dieron en Málaga en el Museo Picasso. Para él ya fue un premio suficiente y justo. Por cierto, otra grandísima banda sonora del compositor nacido en «el mundo» (porque así se siente él, ni español, ni francés, ni vasco… del mundo).
Con Alejandro tenemos el mismo caso que con Arturo. No era su año, aunque personalmente le reconozco al director-compositor una evidente madurez creativa que ha intoxicado sus cualidades musicales. Una banda sonora que me fascina y que me parece magníficamente utilizada en la película.
Pero repito, era el año de Alberto. No hay vuelta de tuerca. Una de las mejores películas de Pedro Almódovar, por supuesto que tiene una de las mejores bandas sonoras realizadas por el maestro Alberto. Y si eso no es para darle el Goya, que venga cualquiera de estos entendidos de garrafón y me lo digan a mi cara labrada por el mejor aceite de oliva del mundo.
Así que repito, si vamos a empezar a debatir si la música de Alberto Iglesias es buena, que si merece los once Goyas que tiene, que si a los académicos habría que darles un cursillo de buena y aria sabiduría bandasoneril. Si vamos a llevar esas lineas editoriales en nuestra comunidad de aficionados, por favor, denme de baja del club. Siempre me servirá decir aquello que decía mi admirado Groucho Marx; «Jamás aceptaría pertenecer a un club que me admitiera como socio«.
Yo seguiré dado de alta en el grandísimo club de aficionados a la música de Alberto Iglesias. Mucho más numeroso (las cifras de venta de discos no mienten), más abierto a toda clase de estilos musicales, más amigable y respetuoso. Por supuesto, en la linea de la persona que hay detrás del músico, del maestro Iglesias.
Y un último pensamiento a quien quiera cogerlo. Hay que saber perder, pero también saber ganar. No conozco a nadie, nadie en este mundo del arte, que haya ganado (merecidísimamente) tantos premios como Alberto Iglesias y que ninguno de ellos se le haya subido a la cabeza. Hay que saber perder pero sobre todo, saber ganar.
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