Morricone no compone música para películas, sino que saca música de cada escena y orquesta una sinfonía que no deja de ser otra película, una película que se escucha y se siente en la oscuridad y el silencio; una película invisible… Lo siento por Tornatore. No he visto su “mejor oferta” y, por tanto, no me referiré a ella en absoluto. La película de la que os hablaré es la de un trompetista de 85 años que sigue obsesionado con la experimentación instrumental. Morricone no piensa en notas ni estrofas; no vislumbra pegadizas melodías ni temas de amor o de acción, sino que construye emociones a base de exprimir voces, sonidos y texturas orquestales. Para un director de cine, la música de Morricone no deja de ser una traición, un replanteamiento de la labor realizada. Cada escena se subvierte con su música; de la nada, el espacio y el tiempo se recomponen formando nuevas aristas, formas más complejas, inusitadas trascendencias. Las miradas silenciosas cobran voz, los paisajes se incendian con un fuego inextinguible, la experiencia de la película se convierte en una experiencia distinta…
Llevo medio siglo siguiendo de cerca a este gafapasta-brujo musical y sé de qué hablo. Escenas absurdas de películas complejas o simplemente equivocadas quedan exorcizadas por mero ejercicio de la música. El “estilo” de Leone o la poesía de Passolini, a mi modo de entender, lo deben todo a la música de este romano de 84 años obsesionado con las instrumentaciones.
La música no está en el aire, no se caza ni se inventa. Está en el fondo, en la médula de cada instrumento; desde un órgano de misa a un arpa de boca, pasando por explosiones, gritos o jadeos que Morricone ha gastado toda una vida en explorar. Nunca da nada por acabado, sus obras alzan muchas veces el vuelo antes de que el maestro haya dado el último plumazo. El arte no tiene más tiempos que los de su ejecución, pero la industria siempre va con prisas y Morricone, no vamos a negarlo, vive de esta industria aunque apure siempre hasta el extremo.
A muchos puede parecer un atrevimiento que califique La migliore offerta como la mejor banda sonora de Morricone, pero llevo una docena de escuchas de todos los temas de que se compone, a lo largo de dos espléndidas semanas, y no atisbo ni una sola imperfección. Es como si el maestro hubiera mezclado todos sus variados repertorios en una densa suite con voces aterciopeladas, violines excéntricos, arpegios y calculadas disonancias, que siempre tienen un propósito cinematográfico que no se ve pero se siente.
Admito que no soy neutral. Mi propia historia se escribe con músicas de Morricone; diría incluso que de él he aprendido a escuchar el cine y a ver lo que escapa al guión, al montaje o a la misma realización. Morricone es música y es cine, aunque no todo a la vez. Su depurada sensibilidad saca notas de cada juego de sombras, cada color, cada misterio… Alguien bautizó su música como una “música para los ojos”. Ciertamente lo es, incluso para los ojos cerrados, contemplando lo esencial, lo invisible, atrapado en la retina y en los sentidos como en una trampa, manifestando su propio lenguaje desesperado. Su música anticipa, improvisa, subraya, contrapone, secuestra, acaricia, expone a la belleza y al dolor, viste y desnuda lo que está, lo que se dice, lo que se muestra. Sus notas sortean el pentagrama y sus instrucciones a los músicos caen como sentencias, a veces disparatadas, por las que asoma un genio no siempre comprendido, no siempre conspicuo con la cultura popular, que no con la historia o la tradición musicales.
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