Con la que está cayendo, cuesta encontrar un compositor especializado en bandas sonoras que pueda alardear del despacho de media docena de partituras al año, que deje contentos a tantos realizadores y productores y sin ceder un ápice en sus planteamientos propios ni en sus convicciones. En tan sólo tres décadas, Alexandre Desplat se ha despachado con más de 150 títulos y ha sido nominado por la mitad de ellos. Con su perpetua sonrisa y su porte elegante, a lo Mancini, se diría que nunca ha decepcionado a nadie y que se ve feliz hacienda lo que hace. Y lo cierto es que ha lidiado toros de todas las marcas: cortos, documentales, series de televisión, películas de animación, de acción, de ciencia-ficción, biopics, dramas, comedias y cine de arte y ensayo. Ha trabajado con realizadores noveles y con directores consagrados.
Philomena es casi como un autorretrato musical. Desplat se exhibe, se muestra, ofrece su variada paleta de colores, se desencorseta, se despereza, habla íntimamente de sus gustos y preferencias, a modo de una confesión en la mesa de un remoto jardín, junto a una taza de té. Silencio y el reclamo de un cuco, como el que se deja entreoír tanto en el tema de “Philomena” como en “Memories”… Un reclamo de pájaro traducido en madera orquestal con el que Desplat imprime ritmo a las emociones difíciles, cosquillea la sensibilidad del espectador… Se diría que muy inglés, si no fuera porque Desplat es muy francés y, además, sabe hacerse pasar por músico italiano, americano, alemán, argelino, chino o japonés (habrá que seguir con atención el Godzilla sobre el que trabaja en estos momentos).
En Philomena, Desplat da una lección magistral sobre cómo entrelazar en una misma partitura guisas cómicas, melancólicas y de intenso nerviosismo. El Desplat de Philomena sorbe el té de su taza en su paradisíaco jardín y guiña un ojo a sus seguidores. Sigue siendo él.
En esta película Stephen Frears corre un riesgo que ya le ha costado litigios con la Iglesia. El drama de niños vendidos por monjas en Irlanda se trata aquí sin tapujos, y un guión bien urdido no escatima críticas documentadas a una injusticia histórica… Y Desplat se desenvuelve con su música como si anduviera sobre un piso de cristal y marcara pasos de baile.
“Fairground Carousel” rompe el embeleso con una perfectamente pautada tonada circense que remite a The Elephant Man; pero los tonos suaves (“yo pondría gentiles”, corrige Desplat, con su taza de té en la mano) envuelven de inmediato el difícil paisaje afectivo. Si para Frears se ha tratado de una película difícil, para Desplat todo lo contrario. Subraya que su intención es destacar la palidez de unos personajes en un fondo oscuro, muy oscuro…
¿Por qué Desplat? Su gran secreto es, en verdad, una minucia. El secreto de Desplat es la empatía. Lo pone fácil siempre, dice que a él le da igual componer música para una orquesta de más de cien músicos que para una arpa africana. Sabe nadar en todo tipo de corrientes y en todas se muestra a gusto. Corresponde a cada director decidir qué papel tendrá la música en su cinta. Pero Desplat siempre va por libre en lo que a componer toca. Con una flema algo británica concluye: “Sólo yo sé qué va, cómo va y dónde va; al primero que debo oír es a mi mismo.”
Philomena no es muy distinta a The Queen o a The Painted Veil, pero se adivina en sus notas un aire fresco y, sobre todo, una concreción de estrofas musicales mucho más currada que en anteriores partituras… Da gusto. Es mi apuesta personal para el próximo Oscar.
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