Domador de cuerdas orquestales |
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Benjamin Wallfisch evita el repertorio temático de Thomas Newman en sus dos entregas indias del Hotel Merrigold, evita la obsoleta obsesión de Richard Robbins por la música clásica en Heat and Dust, el etnocentrismo coral de Morricone en City of Joy (como si se tratara de una segunda parte de The Mission) o el homenaje a Ravi Shankar de George Fenton en Ghandi…
Bhopal tiene una banda sonora tan discreta como eficiente. Lo puramente documental, periodístico, se articula con piezas rítmicas de sintetizadores y percusión… La industria, la compleja red de tubos de la factoría de Union Carbide y su caduco propósito abren un frente intrigante nada más empezar. La música se oscurece, dando a entender que hay algo que no encaja, que chirría, que oculta un cierto peligro. Este paisaje electrónico se asimila en la música de Wallfisch con un contrapunto puramente étnico, tercermundista.
El protagonista, su barrio y la naturaleza de sus quehaceres y su tradición: tambores, flautas e instrumentos de cuerda con aceleradas vocalizaciones ad hoc, creando una breve aunque intensa sensación de caos y desestructuración que se incrusta en el difícil y complejo mantenimiento de unas instalaciones dejadas de la mano de Dios, sin el concurso de expertos ni trabajadores formados y bajo un contexto de inevitable corrupción política.
Pero el trabajo más genuino de Wallfisch, como ocurriera en Summer in February, se cimenta en los temas orquestales. Sin concesiones étnicas, al estilo de Jarre, aunque con una sonoridad más enconada, intimista, Wallfisch se sirve de The Chamber Orchestra of London para hacer hablar sin palabras a los protagonistas, para ilustrar sus particulares emociones: un periodista motivado por una historia tan grave como fértil, un empresario americano decadente que saca brillo en las antípodas de Estados Unidos a su descabellado plan con ínfulas de benefactor y un desafortunado transportista que se queda sin carro y se alista como metalúrgico sin experiencia por la urgencia de tener que casar a una hija y pagar por ello carísimos diezmos.
Cada una de estas tres emociones acaba trenzándose al final en un paisaje musical devastador, apocalíptico; un accidente de proporciones catastróficas con más de 15.000 muertes. Wallfisch se sirve de la tabla, la flauta ney y el bulbur tarang (como un banjo indio) para distinguir dos empeños distintos, opuestos, que acaban colisionando: el periodista de Bhopal que teme por sus conciudadanos, y el obrero de Union Carbide que vende cara su alma al diablo para poder casar a su hija. Sin embargo, estos instrumentos quedan supeditados en todo momento a variaciones orquestales muy concisas, a una hoja de ruta muy en la línea del JFK de Williams: búsqueda de la verdad versus conspiración del silencio y, en medio, un clima familiar amenazado.
Wallfisch humaniza con su música un planteamiento cinematográfico de denuncia, con muchas escenas sin apenas diálogo y, en cambio, mucha fuerza emocional; como la gente perdida que se lanza al río a sabiendas de que no se dispone de ningún antídoto ni paliativo para el doloroso envenenamiento que el gas (cianuro) causa a su piel y a sus mucosas.
Con Bhopal, Wallfisch se afianza como domador de cuerdas orquestales en esta compleja pista de circo que es hoy la música de cine.
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