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Alexander: La Historia

Alejandro, No Sólo Fue Un Sueño

“Es hermoso vivir con valor y morirdejando tras de sí fama imperecedera

Alejandro III de Macedonia

“El nombre de Alejandro designa el fin de una época y el principio de otra nueva”

J. G. Droysen

Un caluroso atardecer del 28 de mes Desio del calendario griego, 10 de Junio del calendario juliano, del año 323 a. C, moría a los 32 años en su palacio de Babilonia Alejandro III, hijo de Filipo II, hijo de Amintas III, de la estirpe de los Argeádas; rey de Macedonia y Tracia, rey de Caria, strategos aucrator de la Liga de Corinto, arconte de Tesalia, jefe supremo de la Liga de Delfos, Gran rey de Persia, hijo amado de Amón y faraón del alto y bajo Egipto.

De nada sirvió que en vida fuese aclamado como un héroe y venerado como un dios. El cadáver del hombre que había conducido a su ejército hasta lejanas regiones jamás pisadas por europeos, y conquistado un imperio como nunca antes se había conocido, yacía abandonado durante días, mientras las disputas de sus generales, en el mismo palacio, anunciaban la cadena de guerras que desmembrarían en dos décadas el sueño universalista del visionario Alejandro. (El hecho de que el “cadáver” permaneciese durante cinco días descuidado y, a pesar del calor del verano babilónico, se mantuviese en perfecto estado, e incluso mantuviese el suave olor que según los historiadores antiguos exhalaba el cuerpo de Alejandro, la medicina moderna lo interpreta como un estado de coma terminal).

La inmensidad de sus sueños incluía, para el futuro, una expedición a la península arábiga y la conquista del Mediterráneo occidental. La historia podría haber corrido por otros cauces si una infección complicada con una neumonía, consecuencia de una antigua herida sufrida en la India, no hubiese truncado la existencia de ese hombre en la flor de la vida.

Si los dioses lo aceptaron como un igual, los hombres crearon su leyenda, y esta se extendió por innumerables naciones y se alarga por los siglos.

I. La Leyenda.

La leyenda se comenzó a gestar ya en vida de Alejandro, y se inició con el portentoso periplo que comenzó en su Macedonia natal y le llevó a Asia Menor, Egipto; por el interior del continente asiático hasta tierras de Pakistán, Afganistán, la cordillera del Himalaya, la India, y después de descender el Indo, remontando el golfo de Omán, de nuevo hasta Babilonia.

Las leyendas persas lo imaginaron hijo de Darío II. Según estas, Filipo habría entregado a su hija, después de una derrota, al rey persa. De esta unión habría nacido Alejandro (se convertía al padre en abuelo y a la hermana Cleopatra en madre. En pro de la lírica y la épica bien se pueden perdonar estas licencias). La emoción colectiva oriental llamó a este héroe medio griego medio persa Al-Iskander, Skander o Sikander. Durante mil años la memoria popular de los territorios conquistados, adornará y reinterpretará la historia de Sikander Dhulkarmein (Sikander el buscador del mundo).

Las fábulas, asimiladas por el Islam, finalmente, toman forma escrita y son versificadas adaptándolas a la propia idiosincrasia y preceptos de esta religión.

Con las pertinentes adaptaciones que impone Yahvé, la fabulación judía presentó a Alejandro como el personaje generoso que respeta Israel y ora ante el Tabernáculo.

Ningún conquistador de la historia ha dejado una imagen equiparable entre los pueblos conquistados. Todavía en algunas regiones de Anatolia, Afganistán, Irak e Irán; las madres y los ancianos relatan los niños los hechos de aquel conquistador de ojos claros que llego desde el Oeste para liberar a sus antepasados.

En occidente la figura de Alejandro corrió suertes diferentes. Las ciudades griegas vieron en el auge de Macedonia el causante del derrumbe de la utopía de la ciudad-estado (equivocaron causa y efecto). Los “creadores de estados de opinión” de las ciudades griegas propagaron la caricatura de un ambicioso pero duro macedonio, paulatinamente convertido en un reblandecido e inmoral déspota oriental con locos sueños de gloria. Sintieron añoranza de aquellos tiempos no muy lejanos en que las ciudades tenían la “libertad” de invertir sus ingentes recursos en destruirse mutuamente.

En Roma, el único romano capaz de comprender y admirar la grandeza y trascendencia del proyecto de Alejandro cayó muerto por los puñales de unos conjurados que ni comprendían, ni perdonaron la amplitud de sus sueños; sin embargo, y al contrario que con Alejandro, el proyecto político de César no murió con él; pero Roma prefirió crear, o loar a sus propios héroes.

Sobre el 300 d. C, y de autor anónimo, apareció en Alejandría (tuvo que ser en la ciudad que él fundo y veneró su sepulcro) una obra que aunaba leyenda, historia y ficción. En rigor, la primera novela histórica y verdadero hit editorial de la época. Desde su edición original en griego fue traducida, poco después, por Julio Valerio al latín, lengua universal en aquel momento. Esta versión corrió como pólvora por todo el oriente del Imperio y se tradujo al búlgaro, armenio, etiope, y siríaco, desde donde paso a traducirse más tarde, al árabe.

La imagen de Alejandro se perpetúa en la Edad Media por esta traducción de Julio Valerio,

y se ramifica por Europa en una serie de obras; unas veces de carácter moralizante, que tienen como protagonista al rey Alisauder; y otras como novelas épicas y de caballerías, en las que la figura principal era el rey Alexandreis. De todas ellas, la más significativa es “Le roman d´Alexander”. En todos los casos se le recrea con las cualidades propias del héroe y caballero de cada cultura y época.

Desde el Renacimiento racionalista hasta nuestros días, la figura de Alejandro se aleja de la leyenda para ser objeto de continuos ensayos en los que su figura aparece más o menos mediatizada y utilizada según las circunstancias históricas y las ideologías del momento. En el siglo XX, la literatura retoma la imagen del macedonio en un sinfín de narraciones noveladas.

II. Ascenso de Macedonia. Causas.

El rápido y seguro ascenso de Macedonia como potencia hegemónica en el mundo griego, sigue siendo admirable para el historiador. Hasta principios del siglo V, con su rey Alejandro I Filheleno, la historia de Macedonia es pura especulación.

Macedonia era tradicionalmente una región periférica situada al norte de Grecia, coincidiendo con el distrito administrativo de Macedonia de la Grecia actual. Tierra montañosa de bellos y agrestes paisajes, de hombres rudos dedicados a la caza y al pastoreo, buenos bebedores, amantes de los placeres sencillos y de locas galopadas. Esta región, que aislada entre sus montañas permaneció secularmente apartada de la gloria del resto de Grecia...y de sus miserias, despertaría de la mano de Filipo II en medio de una Grecia desgastada, con la fuerza de una juventud no contaminada, para abrir nuevos cauces al “mundo griego”, que terminaría por evolucionar hacia “mundo helenístico”.

1. La Ciudad Estado en Crisis.

El siglo IV a. C. se inicia en la Heláde, con una etapa de crisis económica, política y social. Y si bien es cierto que indefectiblemente siempre irán unidos a la polis algunos de los más altos logros del genio humano, la ciudad estado como unidad política (“esa utopía tan breve en el tiempo e imperfecta materialización”) recorre en esos momentos su última andadura.

En Oriente, el temible imperio persa; y en occidente, el todavía poderoso imperio marítimo cartaginés, eran claro exponente de que las aguas de la historia corrían hacia estructuras políticas más amplias que la autárquica polis.

La historia de la Grecia clásica es una historia de continuas guerras entre polis, consecuencia de las cuales Atenas y Esparta alternaron ciclos de poder, apoyándose en ligas y confederaciones de composición siempre cambiante. Los aliados de hoy se convertían mañana en enemigos. El peso del deslumbrante oro persa, se repartía sabiamente en uno u otro lado de la balanza. Persia no olvidaba la lección aprendida en las Guerras médicas: una Grecia unida frente a una causa común, era un enemigo imbatible.

La última de estas guerras, las del Peloponeso, que durante cincuenta años mantuvieron los tradicionales enemigos, Atenas y Esparta, con sus respectivos aliados; asoló Grecia, diezmó la población, desplomó la economía e impuso drásticos cambios en la política, en las estructuras sociales y en la mentalidad de las gentes. Si sobre el papel (en rigor, sobre la placa de bronce), Atenas fue la gran derrotada, de hecho Grecia entera, incluida Esparta, fue vencida. Esparta y toda Grecia vendió su dignidad. El oro persa, que la Liga del Peloponeso recibió para asegurar la caída de Atenas, generó intereses muy altos: las opulentas colonias griegas de Asia Menor fueron entregadas al Gran Rey.

Dentro de cada ciudad el horizonte no se vislumbraba más conciliador. Oligarcas y demócratas desangraban las escasas fueras internas, en virulentas campañas por el poder, azuzados por oradores y demagogos pagados generosamente y de forma alternativa ¿con?... tintineantes y dorados dáricos persas.

Las alternancias en el poder de las diferentes facciones daban como resultado un ingente número de ciudadanos que debían tomar el exilio. Los ricos pedirían asilo en otra ciudad a la espera de que su facción recuperase el poder para tomar cumplida venganza. A los menos ricos solo les quedaba venderse como esclavos o enrolarse como mercenarios en ejércitos de otras ciudades ¿o?...en algún ejército persa, económicamente, más gratificante.

“Grecia había vendido su alma y parecía que nadie estaba dispuesta a recuperarla”, escribe H. Bengtson.

En este panorama comenzaron a levantarse voces que propugnaban por una unión de las ciudades griegas, por encima de los intereses particulares -en esos momentos, hundir a la ciudad enemiga a cual precio- como única forma posible de salvación conjunta. Esas mismas voces advertían que no era en Grecia donde había que buscar al enemigo, sino en Oriente. Uno de estos fue el ateniense Isócrates. Encontró su mayor enemigo en Demóstenes, demócrata convencido del valor insustituible de la polis. Claro, que la idea de democracia de Demóstenes no superaba las murallas de Atenas.

El campo estaba preparado para que una joven potencia no contaminada asumiese la hegemonía panhélenic

2. Filipo II.

En este desolador paisaje, la poderosa figura de Filipo II de Macedonia, irrumpe con fuerza arrolladora. No intentó engañar a nadie. Desde que en 359 a.C. es elegido regente de su sobrino, dejó bien a las claras que utilizaría su perfectamente engrasada maquina de guerra, para algo más que para ampliar y consolidar la frontera norte, a costa de los ilirios; o buscar una salida hacia el mar para Macedonia.

Macedonia era una monarquía militar y el ejército que creó Filipo estaba destinado a hacer historia.

Filipo era un líder natural y supo aglutinar en torno a sí a la nobleza guerrera y al pueblo, despertando su orgullo de raza macedónica.

El ejército de Filipo se estructuró sobre la base de la “falange oblicua tebana”. El general tebano Epaminondas, al dividir la rígida falange tradicional, en secciones articuladas con cometidos especializados, pero perfectamente integradas en el conjunto, revolucionó el arte de la guerra. Desde Epaninondas, son la inteligencia y la táctica las que darán la victoria a los ejércitos, no el número de soldados o la potencia de choque.

Filipo perfeccionó la “falange tebana” en la “falange macedónica”. Esta, durante dos siglos, se mostró imbatible hasta que midió sus armas con la legión romana, unidad táctica mucho más flexible en cualquier terreno

El ejército de Filipo estaba compuesta por:

Pezhetairoi. La infantería pesada, formada en 20 filas de profundidad y armada con casco, escudo, coraza, glebas, espada corta y la temible sarisa (larga lanza de longitud variable, desde 4,5 a 6 metros. Un contrapeso en extremo opuesto al del ataque permitía variar fácilmente el ángulo de inclinación. El ángulo de las primeras filas era casi paralelo al terreno y se elevaba gradualmente en las posteriores. La longitud de esta arma permitía que las puntas de la cuarta y quinta fila sobresaliese entre los pezhetairoi de la primera. El resultado era un mortífero bosque de lanzas que hacía inmune a toda la formación ante cualquier ataque cuerpo a cuerpo)

Hypaspistai: formaban el cuerpo de infantería ligera y, armados con casco, espada, jabalina, escudo y coraza liviana, se situaban a ambos lados de los pezhetairoi. Su gran maniobrabilidad les posibilitaba todo tipo de cometidos, tanto reforzar a los pezhetairoi, como a la caballería.

Caballeria:y se situaban ambos lados de los hypaspistai. Armados con coraza, casco, glebas, espada larga y jabalinas cortas. El cuerpo de elite de caballería eran los hetairoi (“compañeros del rey”). compuesto por la nobleza macedónica , ocupaban el ala derecha y era mandada por el rey. Tradicionalmente, en Grecia, la caballería se utilizaba de forma desordenada, en escaramuzas o para perseguir al enemigo en retirada. Filipo hizo de esta formación un órgano disciplinado, arrollador, perfectamente articulado en el resto del ejército.

Filipo completó su ejército con tropas auxiliares de arqueros, lanzadores de jabalina y caballería. A todo esto añadió la utilización de maquinaria de guerra para asedio y asalto: catapultas de torsión y tensión, manteletes, torres de asalto, arietes, etc. El hijo las utilizó magistralmente en los sitios de Halicarnaso, Mileto o Tiro.

El oro de las minas, recientemente conquistadas, del Pangeo, le permitió mantener el primer ejército profesional de la antigüedad. Sus hombres entrenaban y se mantenían acuartelados durante todo el año, listos para iniciar la campaña en cualquier estación, de día o de noche. El resto de los ejércitos griegos, dependía de levas, mercenarios, del menguante patriotismo de los ciudadanos, y estaban sujetos a las estaciones anuales.

Filipo nunca pretendió la conquista militar de Grecia y menos de Atenas. Era demasiado inteligente para eso. Conocía el valor de las ideas como motor que mueven a los hombres. Además, admiraba y respetaba demasiado los logros artísticos e intelectuales de sus hermanos griegos, por más que un tipo franco como él despreciase su burguesa mojigatería.

Buscó la unidad de la Heláde como condición necesaria a la realización de sus ambiciosos proyectos, que iban mucho más lejos que la pequeña porción de tierra griega.

Para imponer la hegemonía macedónica utilizó tanto la diplomacia como la guerra. Con su ejército se lanzó a una guerra de conquista en toda regla, contra Tracia y el Quersoneso, región que le era necesaria para comunicar Macedonia con el Helesponto, como forma de controlar el tráfico marítimo que desde el mar Negro fluía a través del Mármara hacia el Mediterráneo.

Su decantación hacia uno u otro bando resolvió los endémicos conflictos bélicos entre los estado griegos. Cuando en 338 a.C. una confederación ateniense-tebana le declaró abiertamente la guerra -a pesar de que Filipo agotó todos los recursos diplomáticos- obtuvo su más decisiva victoria en la batalla de Queronea.

Como perfecto conocedor que era de la real politik, sabía que su hegemonía en el resto de Grecia solo se podía asentar en bases diplomáticas y se empleó a fondo. En 346 a.C. entró a formar parte de la Anfictionía de Delfos (la más prestigiosa organización de estados griegos y la que reunía al mayor numero de ellos), de la que además obtuvo la dirección. En 344 se hizo elegir arconte (gobernador) de Tesalia, la codiciada vecina del sur.

Después de la batalla de Queronea consiguió su más brillante victoria diplomática. En Corinto convocó un congreso general de estados griegos. Los acuerdos obtenidos es lo que se ha dado en llamar “La liga de Corinto”.

Algunos de estos acuerdos era: la koeirené (paz general), un tratado ofensivo y defensivo entre Macedonia y el resto de los estados, rescatar a los griegos jonios del poderío persa, y vengar las pasadas ofensas de estos al pueblo griego (por primera vez se intuye el concepto de nación griega).

Filipos fue nombrado hegemón (protector) y strategos aukrátor (general plenipotenciario) de la Liga de Corinto.

En la primavera de 336 a.C. una flota compuesta de griegos y macedonios establecía una cabeza de puente en la orilla asiática del Helesponto. Filipo era asesinado poco después. Un trono, un ambicioso proyecto, generales competentes y el ejército más poderoso del mundo, fueron la herencia que dejó a su hijo.

Vale la pena hacer algunos apuntes sobre uno de los grandes hombres de la antigüedad, digno de ser mencionado junto a figuras de la talla de Aníbal o Julio Cesar.

Fue un general genial y carismático, que arrastraba de forma natural a sus hombres, un estratega audaz, un político implacable y sumamente inteligente. Como diplomático, era más maniobrero y taimado que cualquiera de sus contemporáneos. En todo, fue superior a los hombres con los que se midió.

Desde luego, no era el bárbaro que Demóstenes quería hacer creer a sus conciudadanos. Cualquier intelectual o artista era generosamente recibido en su corte. Podía ser cruel, pero también de una simpatía arrolladora cuando se lo proponía. Era un anfitrión generoso y amable, con una franqueza ante la que se sentían cómodos, por igual, siervos o embajadores. Siempre hizo gala de un extraordinario e inteligente sentido del humor, demostrado en multitud de anécdotas que los historiadores antiguos nos han trasmitido.

La sombra de su hijo oscureció la figura de un hombre de notables cualidades.

III. Alejandro: Personalidad, Obra y Legado.

1. Personalidad.

Es un personaje fascinante, complejo y enigmático el que nos encontramos al acercarnos a Alejandro III. Novelesco, romántico y épico, su personalidad reúne las mayores contradicciones. Su pasión por los héroes homéricos, la gran poesía griega y la observación de la naturaleza, su afán insaciable de saber; conviven con un placer viril por la caza, la lucha, la victoria. A una voluntad férrea une un temperamento fogoso, excesivo pero que no anula su razón en la consecución de sus proyectos. Es característicos en él una apasionada y leal entrega a la amistad, que se manifiesta en la sincera preocupación por el compañero herido, el loco desconsuelo por el amigo caído y una generosidad sin limites con los seres queridos; la búsqueda del propio placer, en el placer o en el consuelo ajeno; una casi enfermiza necesidad de ser admirado por los suyos, de amar y ser amado, y a la vez temeroso del amor o de quien le pueda seducir. Junto a todo esto conviven continuamente fantasmas e inseguridades de la infancia que provocan ocasionalmente explosiones irreflexivas y desembocan en la destrucción de colaboradores leales. Su continuo afán de superar sus inseguridades muestra al Alejandro más luminoso. Cuando estas le vencen proyecta sus más oscuras sombras.

Su halo de magia y gloria se asienta con frecuencia en un poso fatídico y de autodestrucción. Sus contemporáneos lo sintieron así, y así lo reflejan los retratos que de él nos han llegado. Nadie como el escultor Lisipo supo captar el pathos de Alejandro. Los retratos, desde los juveniles a los del hombre adulto, representan una mirada intensa y a la vez melancólica; los ojos almendrados ligeramente hundidos bajo una frente amplia; los arcos ciliares, ligeramente resaltados; nariz elegante; labios sensuales siempre generosamente entreabiertos; barbilla definida; mandíbula suave pero bien dibujada. Todo enmarcado en una tumultuosa cabellera leonina. Sobre un cuerpo bien proporcionado, modelado por el duro ejercicio físico; el cuello se inclina y gira ligeramente hacia el lado izquierdo, en un gesto típico de Alejandro que (según los historiadores antiguos) muchos intentaron imitar. Tenía la mirada gris, el cabello castaño claro, y la piel dorada. Era un hombre hermoso. Los dioses, además, le cedieron una parte de su propio karismé, el don de fascinar a personas y animales, hombres y mujeres, amigos y enemigos. El Oráculo de Delfos solo pudo decir de él: “Alejandro, eres irresistible”.

El carácter de Alejandro, fundamental para comprender sus proyectos y la forma de materializarlos, quedó profundamente marcado por una atormentada infancia y juventud.

Filipo se casó en primeras nupcias con Olimpia, una princesa del Epiro (la actual Albania). Una belleza apasionada, pero cuyos desequilibrios, excentricidades y arranques de celos terminaron por cansar a su real esposo. Era aficionada a los ritos mistéricos y a otros más primitivos; a los delirios dionisíacos y a todo lo relacionado con el esoterismo más exacerbado. En cuanto a la cuestión de celos, razones no le faltaban. Filipo no era hombre de una, ni de dos, ni de tres mujeres...ni de un solo hombre. La vida privada del rey era la comidilla de los pórticos, ágoras, mercados y tabernas de Grecia entera.

En los tres primeros años de matrimonio nacieron sus dos únicos hijos en común, Alejandro y Cleopatra. Es de suponer, pues, que poco antes o poco después de nacer la niña, la separación entre los esposos se hiciera efectiva. Olimpia no fue repudiada legalmente, pero se le asignó una parte del palacio para su uso, y allí se llevó a sus hijos. Filipo visitó pocas veces las estancias de Olimpia o quizás fueron demasiadas. El ocasional encuentro entre los esposos relegaba a inocentes discusiones, las guerras que por entonces Filipo libraba en Tracia.

Alejandro fue el hijo de Olimpia. Esta supo inculcar en él todo el odio y rencor de una orgullosa esposa real públicamente humillada y enfermizamente despechada. Las prolongadas ausencias del padre no pudieron contrarrestar su influencia.

Alejandro, en cuanto único hijo varón, apto para suceder al padre en el trono (tuvo infinidad de hermanastras y un hermanastro deficiente mental), fue la carta oculta, la mercancía de chantaje que Olimpia utilizó, tanto para vengarse del marido como para guardar su inestable posición de esposa real (la poligamia era habitual en la casa real Macedonia, Filipo podía tener varias esposas legales).

Olimpia centró todas sus obsesiones en su hijo, hasta desarrollar un afecto enfermizo y posesivo que, por medio de cartas llenas de quejas y reproches, persiguió a Alejandro hasta los más lejanos parajes de la India. A él, incluso en la edad adulta, le unió con la madre una relación edípica de amor-odio. Relata el historiador Plutarco que, estando en Asia, recibió una carta de Olimpia llena de quejas y tristeza. Cuando termino la lectura, Alejandro emocionado comento: “una sola lagrima de mi madre borra todas sus faltas”. Otra carta en el mismo sentido (el habitual en Olimpia) tuvo otro efecto y se lamentó indignado: “es muy caro el precio que mimadre me quiere seguir cobrando por los nueve meses de alquiler que me concedió”.

En medio de la batalla campal que fueron las relaciones entre sus padres, de las obsesiones y manipulaciones emocionales de Olimpia, Filipo se convirtió para Alejandro en el origen de sus continuos temores, el rival grandioso al que debía, no ya emular, sino superar a cualquier precio. Arriano y Plutarco cuentan que cada vez que Alejandro recibía la noticia de una victoria de su padre caía en un estado de abatimiento. Cuando supo los ambiciosos proyectos del padre de atacar a Persia comentó a sus amigos: “si mi padre materializa todos estos hechos gloriosos ¿qué va a dejar para mí?”

Los temores de Alejandro a que su padre no le eligiese como sucesor, reflejo de los temores de la madre, rayan la paranoia. En primer lugar, era rey, el sujeto de la casa real que como tal era aclamado por la Asamblea macedonia en armas, como lo fue su padre, que fue preferido sobre el hijo del monarca anterior. En segundo lugar, la confianza que Filipo tenía en la capacidad de Alejandro (a pesar de lo tensas que eran sus relaciones) queda demostrada en el hecho de que con solo diecisiete años le nombrase regente con plenos poderes, mientras él se hallaba comprometido en un complicado asedio en Bizancio. Un año después, Filipo se enfrenta en la llanura de Queronéa a una coalición ateniense-tebana. Confió a su hijo el mando del ala izquierda del ejército macedonio, formada por la caballería. La decisión dice mucho de la confianza que tenía en su hijo. Sabía que en esa posición se enfrentaría al hasta entonces imbatido “Escuadrón sagrado tebano” (parejas de 1.500 hombres que se había jurado solemnemente vencer o resistir hasta la muerte. Cumpliendo su juramento ninguno sobrevivió a la arrolladora carga de Alejandro).

En este ambiente de viril camaradería castrense, y lejos de la influencia de Olimpia, parece que las relaciones entre padre e hijo se estrecharon. Un hecho impidió definitivamente esa reconciliación. Filipo se enamoró y decidió casarse con una joven macedonia. No es difícil imaginarse el estado de Olimpia y las dudas y temores de Alejandro. En medio de un ambiente harto cargado de vino y de chistes burdos, un noble, Atalo, tío de la novia, propuso un brindis provocador: alzar las copas por que la unión produjese un “heredero legitimo”.Alejandro, que ya debía de estar incómodo por tener que asistir a la boda de su padre, en un incontrolable ataque de cólera, arrojó la copa a la cabeza de Atalo, mientras fuera de sí gritaba: “!mal nacido! ¿Es que crees que yo soy un bastardo, ¿cres que yo soy un bastardo?”.Atalo devolvió la copa. Comenzó una violenta refriega en la que intervino el propio novio, iniciándose una agria discusión entre padre e hijo. Las fuentes antiguas no han trasmitido las palabras que se cruzaron, pero debieron de estar cargadas de rencores, resentimientos y reproches, porque en un momento, Filipo, espada en mano, se arrojó sobre el hijo. El rey, ebrio y cojo, se desplomó. Sí, nos ha llegado el dolor antiguo y el desprecio de Alejandro: “Mirad, proyecta cruzar de Europa a Asia y no es capaz de cruzar de una mesa a otra sin caerse”. Fríamente abandonó la sala. Olimpia abandonó Macedonia hacia su Epiro natal, acompañada de su hijo y de algunos de los fieles amigos de este.

Aunque meses después hijo y madre regresaron (no queda claro de quién partió la iniciativa del intento de reconciliación), esta no fue posible. Durante los pocos meses que padre e hijo convivieron en el palacio de Pella, se sucedieron todo tipo de incidentes y desencuentros que demuestran, de nuevo, los temores e inseguridades infundados que Filipo continuaba despertando en su hijo. Poco después del regreso de Alejandro, Filipo caía fulminado por el puñal que Pausanias, antiguo amante del rey, le clavó en el corazón durante la boda de la princesa Cleopatra.

Con estos antecedentes, lo que resulta extraño para los historiadores es que Olimpia no hubiese criado a un loco psicópata, un antecesor de Calígula o Nerón, todos ellos personajes de infancia atormentada y elevados a edad temprana a la cima del poder.

¿Dónde encontró Alejandro los asideros que le permitieron reconvertir la debilidad en fuerza arrolladora, el resentimiento en desmedida generosidad, la locura en genialidad?.

La profunda necesidad de amar y ser amado, que de no haber sido satisfecha hubiese dado un ser introvertido y desequilibrado, la encauzó hacia la amistad. En sus amigos volcó su intenso raudal de sentimientos, su desmedida generosidad material y emocional, la magia de su magnética personalidad. De la amistad obtuvo un tesoro multiplicado que raramente le defraudó. La amistad era para Alejandro mucho más que una forma de relacionarse, era una forma de sentir, de vivir, casi una religión. Los amigos que voluntariamente acompañaron al joven Alejandro al exilio impuesto por su padre, voluntariamente le siguieron hasta el Himalaya y la India, y le fueron leales hasta la muerte. La profunda amistad que le unió a Sisigambis, la madre de su enemigo Darío III, se prolongó algunos días más que la vida del macedonio, cuando la reina madre, al recibir la triste noticia, se dejó morir por inanición. No hizo nada ni remotamente parecido por su propio hijo.

El encuentro del joven Alejandro con el filósofo Aristóteles fue fundamental para el equilibrio emocional de un alumno tan tendente a la desmesura y de vida familiar tan compleja.

Durante tres años, Filipo contrató los servicios del más distinguido discípulo de Platón, y una de las mentes más poderosas de todos los tiempos. En Mieza, lejos de la influencia de Olimpia, intentó refrenar el natural impetuoso de su alumno, orientándole hacia los nobles ideales heroicos del “hombre de alma grande”, la areté (compendio de virtudes viriles como la generosidad, valor, magnanimidad, compasión, templanza, amistad, lealtad, fidelidad a la palabra dada etc). Aristóteles exaltaba la areté como el único sendero que conduce a la gloria. Algo que Alejandro no olvidó.

Si Platón ensalzaba el amor; Aristóteles, la amistad: “un amigo fiel es como un alma en dos cuerpos”. El alumno, en este sentido, no cabe duda que cumplió.

De su maestro, Alejandro aprendió que el cuerpo, al que no hay que despreciar, es solo el soporte del “alma intelectual”, por cuyo crecimiento debemos luchar siempre. El joven, educado durante su infancia en una sobriedad espartana nunca fue muy sensual, y en su intensa “alma intelectual”, que siempre engrandeció, halló los placeres que su cuerpo no le reclamaba. Los únicos placeres corporales a los que nunca renunció fueron a una escrupulosa higiene, al ejercicio y a la caza.

El maestro le inculcó la pasión por la filosofía, la poesía, el teatro, la música; la literatura, sobre todo por Homero. Las enseñanzas científicas de Aristóteles encontraron terreno abonado en la innata curiosidad del real alumno, en su inteligencia intuitiva, y en su ambición de saber. Con él, estudió botánica, zoología, medicina, geografía, historia, y medicina.

Sócrates decía que “quien quiere reconocimiento, debe ganarlo”. Aristóteles estaba de acuerdo con él: “Si quieres ser un hombre de alma grande, sé lo que desees parecer”.Ser digno merecedor del reconocimiento de los demás, y llegar a ser lo que quería parecer, le costó a Alejandro una muerte prematura.

2. Su Obra.

A la muerte inesperada de Filipo, Alejandro es proclamado rey de Macedonia por la Asamblea macedónica. Para asegurarse el poder en su patria “eliminó”a cualquier resistente y a posibles pretendientes al trono (lo usual en la casa real de Macedonia).

Los cargos que su padre ostentó en el resto de Grecia no eran hereditarios, eran personales, y no obstante totalmente imprescindibles para que Macedonia mantuviese su hegemonía. Fue nombrado arconte de Tesalia, jefe de la anfictionía de la Liga de Delfos, y strategos aukrator en el Synedrión (consejo permanente de seguridad) de la Liga de Corinto.

De forma contundente aplastó una rebelión de atenienses y tebanos (Demóstones estaba de nuevo detrás de la revuelta). Tebas fue sitiada y tomada al asalto .Con el beneplácito del Synedrión, sus habitantes fueron vendidos como esclavos y la ciudad arrasada. Solo se respetó la acrópolis, y por expreso deseo de Alejandro, la casa del poeta Píndaro. Fue una manifestación de política de fuerza que demuestra a las claras, hasta que punto estaba impaciente por iniciar la conquista de Persia.

Después de sofocada una rebelión en el norte, en el país de los ilirios, que le llevó a ampliar las fronteras macedonias hasta el Danubio, y consolidada su posición en toda Grecia, se encontró en situación de lanzarse a proyectos de ambiciosa envergadura.

Como strategos autokrator de la Liga de Corinto, cruza el Helesponto (estrecho de Dardanelos) en la primavera del 334 a.C, por el mismo lugar que dos siglos antes lo hizo el rey persa Jerjes para invadir Grecia. Nunca regresaría. Dejó al experimentado Antípatro como regente de Macedonia y embajador suyo ante la Liga de Corinto. A su mando llevaba un contingente 30.000 infantes y 5.000 jinetes macedonios. La Liga aportó 7.000 soldados de infantería y 600 jinetes. Como segundo oficial le acompañaba Parmenión, oficial curtido en el ejército de Filipo.

La travesía estuvo revestida de todo tipo de ceremonias mitológicas y simbólicas a las que Alejandro, perfecto conocedor de la importancia de la puesta en escena, era tan aficionado y de las que fue un notable maestro.

Al otro lado de río Gránico (el actual Gönen), cerca de la desembocadura, al suroeste del Mármara, esperaba el ejército persa. Este no era más numeroso que el invasor y el general más competente era el griego Memnón, al frente de 15.000 mercenarios griegos. La estrategia de Memnón consistía en atraer al invasor hacia el interior de Asia fingiendo una retirada, y aplicar la táctica de “tierra quemada”. El ejército de Alejandro quedaría aislado, se atacaría su retaguardia y fácilmente podría llevarse la guerra a la misma Grecia, donde el macedonio tenía enemigos. Desgraciadamente para los persas, su plan fue rechazado por “indigno de nobles persas”. Aceptaron la batalla. Después de varios intentos en los que la caballería griega tuvo que salvar las escarpadas orillas del río, donde les esperaba la caballería enemiga, se impuso el arrojo y la disciplina de los herairoi, y el bosque de sarisas de la infantería. Presa de la confusión, el ejército persa emprendió la retirada. Arriamo da la cifra de solo veinticinco bajas en el ejército griego. El mismo Alejandro estuvo a punto de perder la vida si la intervención, in extremis, de Clitos, hijo de su nodriza, no lo hubiese evitado.

Mandó fundir estatuas de bronce de los griegos muertos y enterró con honores de guerra a los nobles persas caídos. Después visitó a los heridos. Llamándolos por sus nombres, se interesó por sus familias y les conminó a que relatasen su hazaña. Puede interpretarse esto como un gesto, de esos tan frecuentes en la vida de Alejandro, pero gestos así son los que fundamentaron su fama de general cercano y magnánimo, y crearon el vínculo de fervor religioso y fidelidad que siempre unió a sus hombres con su persona.

Como gran estratega que era de mentes y corazones, celebró la victoria con actos votivos dedicados a la diosa Atenea, protectora de Atenas, enfatizando con ello el carácter panhelénico de la hazaña.

Descendió hacia el sur por la costa jonia. Las ciudades griegas, gobernadas por persas o griegos colaboracionistas cayeron ante él como trigo maduro. Sardes, Pergamo, Esmirna, Efeso, Priene, Mitile, etc; vieron en él al liberador del pesado yugo persa.

Continuando hacia el sur, llegó hasta Caria. Allí repuso en el trono a la reina Ada. Esta lo adoptó legalmente como hijo. Alejandro era, pues, el legitimo sucesor de Ada.

Resulta significativa la relación que se establece entre la reina y Alejandro. Ada, que quizás intuyó en el joven rey la carencia de auténtico afecto materno, lo trató como un hijo. Le enviaba delicadezas creadas por sus propios cocineros, regalos y pequeñas chucherías. Alejandro, que debió de conmoverse por la sincera ternura de la reina, y porque esa carencia era real, se dejo querer. Las cartas y regalos de la reina acompañaron a Alejandro hasta la muerte de aquélla. Él siempre las devolvió.

Encontró las primeras dificultades en Mileto y Halicarnaso, defendida por el mercenario Memnón. Ambas fueron tomadas al asalto, pero Memnón (esa continua pesadilla de Alejandro) consiguió huir después de incendiar la ciudad.

En este punto se perfila con claridad el plan a largo plazo de Alejandro: apoderarse de todo el litoral del Egeo y del Mediterráneo con el fin de inutilizar la poderosa flota persa, dejar cubierta la retaguardia, y asegurar las comunicaciones antes de adentrarse en Asia. Tomó una decisión trascendente y muy arriesgada (correspondía a su carácter) al dar la orden de que regresara la flota griega. Solo se mantuvieron algunos barcos para el trasporte de víveres y maquinaria de guerra. Con el tiempo se mostró como decisión acertada.

El invierno trascurrió asegurando posiciones en la costa de la actual bahía de Antalya (al sureste de la actual Turquía). En la primavera del 333 a.C. se dirige al norte por el interior, hacia Gordión. Allí recibió la noticia de la muerte del infatigable Memnón. Fue una de esas sonrisas de la Fortuna, con las que la diosa tantas veces mimó a uno de sus hijos favoritos. Alejandro se vio libre de un enemigo temible, el único que pudo estar a su altura.

En Gordión, a unos 100 kilómetros al oeste de Ancira, la actual Ankara, se sitúa el célebre episodio del “nudo gordiano”. No deja de ser posible que pertenezca al ámbito de la leyenda que, desde su primera victoria, comienza a entretejerse alrededor de la figura del conquistador.

Desde Ancira se dirige hacia el sur y, atravesando la cordillera del Gran Taurus, llega a Tarso. Un baño en las aguas heladas del río Cicno, después de una acalorada galopada, estuvo a punto de causarle la muerte. En el tiempo que su médico Filipo le estuvo tratando, aconteció uno de esos episodios que demuestran el fervor que Alejandro profesaba a la amistad, y hasta qué punto necesitaba creer en ella. Mientras el médico le preparaba una pócima calmante, recibió una carta de Parmenión en la que se le avisaba de un posible complot contra su vida, pagado por Darío, y cuya mano ejecutora podría ser su propio médico. Alejandro le entregó la misiva acusatoria para que la leyese. Mientras lo hacía horrorizado, él apuró el medicamento sin dejar de mirar y sonreír divertido al médico.

En todo este tiempo Darío tuvo tiempo de movilizar los enormes recursoshumanos de su reino (medos, asirios, iranios, escitas, sármatas, indios, etc) y estaba dispuesto a provocar la batalla definitiva.

Fue en noviembre del 333 a.C. en Isos, cerca de Alejandreta (la actual Iskanderum), próxima a la frontera Siria. La batalla era trascendental. Por primera vez Alejandro y el propio Darío medirían su talla. La estación aportó un cielo intensamente azul y una atmósfera límpida; la naturaleza, un fondo majestuoso: las impresionantes montañas coronadas de nieve de las estribaciones del Taurus, deslizándose hasta un mar de un azul profundo, en esas aguas, siempre entreverado de turquesa.

El contingente persa que en sus escritos da Ptolomeo de 600.000 hombres, vista la llanura, resulta imposible. De cualquier modo, los cálculos más conservadores lo sitúan de uno por ocho.

El ala derecha del ejército persa, compuesta por un número impresiónate de jinetes, cubiertos con cota de malla, se apoyaba en la orilla del mar. En el centro, los más de 30.000 mercenarios griegos. Entre unos y otros; el cuerpo de elite de Darío, los “Diez mil inmortales”, y al frente de estos, majestuoso en su carro dorado, con sus casi dos metros de estatura y todos los atributos reales, el propio Rey de reyes. El ala izquierda, apoyándose cerca de las colinas, lo formaba la infantería pesada persa. En la retaguardia dejaron un ejército de apoyo que no pudo entrar en formación por lo limitado del terreno.

El ala izquierda del frente griego, formada por la caballería, mandada por Parmenión, se apoyaba en la orilla del mar; en el centro se situó la infantería pesada y ligera. El ala derecha, dirigida por Alejandro, junto a las colinas, la formaba los hetairoi (caballería real), apoyados por la caballería tesalia.

Alejandro comprendió inmediatamente la situación y, para reforzar su ala izquierda, que se enfrentaba a la poderosa y más numerosa caballería persa, envió a la caballería tesalia que ocupó su nueva posición, en un movimiento desapercibido por los persas, al ser realizado por detrás los pezhetairoi con las sarisas en posición vertical.

Las decisiones de Alejandro determinaron el resultado de la batalla. El ala mandada por Parmenión mantuvo con dificultades a la numerosa caballería persa. En el centro, griegos, luchaban contra mercenarios griegos. La lucha fue especialmente sangrienta en este sector. La impetuosa embestida de la caballería de Alejandro desbarató el ala izquierda persa, de forma que el centro, formado por los mercenarios, quedaba ahora desprotegido del ataque de la caballería real macedónica. Allí centró Alejandro su ataque buscando acercarse a Darío. Cuando los enemigos se vieron las caras, el Gran rey perdió los nervios y huyó en su carro, seguido por sus Inmortales. Fue la debacle. El ejército persa, en huida desesperada, arrolló al ejército que esperaba en retaguardia.

En la persecución, Alejandro encontró el carro, la corona, el cetro, y el manto que Darío había abandonado en su huida. Los griegos se apoderaron del campamento real y comprobaron que Darío, todavía había abandonado algo más: a su madre, Sisigambis; a sus dos hijas (años más tarde una de ellas se convertiria en esposa de Alejandro); a su hijo heredero, un niño de cinco años; y a su esposa Estateira, de la que se decía era la mujer más hermosa de Asia. Cuando el rey de Macedonia entró en la tienda del rey de Persia y vio el lujo en el que vivía Darío, incluso en campaña, cuenta Plutarco que comentó irónico: “Así que esto significa ser rey”.

Es proverbial la caballerosidad con que Alejandro trató a las mujeres. Les aseguró que nada debían temer. No estaba dispuesto a hacer valer sobre ninguna de ellas su derecho de vencedor (algo a lo que por otra parte estaban preparadas). Serían tratadas con la dignidad que su rango merecía. Seguirán ocultas a los ojos de todos entre sus celosías y los velos del rostro.

Cuando un día la reina madre le invitó a visitar a la familia real en su tienda, como acto de cortesía, las mujeres le recibieron con el rostro descubierto. Relata Arriano que la belleza de Estateira lo intimidó, “sintió miedo”. Sea cual fuere la razón, cuando Alejandro prosiguió su campaña hacia el sur, se hizo seguir por la familia real y todos sus servidores. Mientras rehuía los encuentros con Estateira(según Plutarco porque “se dominó a sí mismo”) iniciaba con Sisigambis una amistad teñida de amor materno-filial, que duró toda la vida. Alejandro la llamaba “madre”.

El hecho de que no continuase la persecución de Darío hasta el Eúfrates, donde se había refugiado, y que continuase con los planes de conquista de las ciudades fenicias, muestra una característica muy particular del carácter de Alejandro, su capacidad de buscar resultados a largo plazo, sin dejarse seducir por victorias inmediatas. No se apartó del plan de tomar toda la costa para aislar a Persia. Tiempo habría de pensar en Darío, al que consideraba ya, un cobarde indigno de su trono.

Avanzó hacia el sur. Arados, Biblos, Sidón, Judea se sometieron sin lucha. Damasco ofreció su rendición a Hephasteion.

Antes de llegar a Tiro, Alejandro recibió una carta de Darío en la que planteaba las condiciones del rescate de su familia. No estuvo muy acertado el persa cuando cambió de tema para recordar a un macedonio las ofensas y humillaciones que los persas habían soportado hacia más de un siglo, incluidas el saqueo de Atenas y de los santuarios griegos. La respuesta de Alejandro nos ha sido trasmitida y da una idea del poco tacto que desplegó Darío en su carta y del estado de irritación que provocó en el macedonio:“En adelante, no me trates como a un igual, sino como al soberano de Asia y dueño de cuanto te perteneció. Si no, te trataré como a un enemigo. Si no compartes mi opinión sobre la soberanía de Asia, mídete conmigo en el campo de batalla y no huyas, porque he de encontrarte”. En cuanto a su familia, le sería devuelta sin rescate alguno, tan pronto fuese personalmente a buscarla. Amenazar a Darío utilizando la integridad de su familia hubiese traicionado esa máxima de Aristóteles que era la esencia de su propia vida: “Sé lo qué desees parecer”.

Al llegar a Tiro, la más rica de las ciudades fenicias, pidió a los sacerdotes de Melkart que se le permitiese hacer sacrificios en honor del dios, lo que de forma “elegante” equivalía a pedir el sometimiento de la ciudad, pues solo al rey de Tiro le estaba permitido celebrar esta ceremonia. Los tirios se negaron, lo que era otra manera “elegante” de decir que no estaban dispuestos a someterse. Después de todo, su ciudad era inexpugnable.

Tiro era una isla, a 800 metros de la costa, rodeada de murallas de hasta 40 metros, con dos puerto perfectamente defendibles por su poderosa flota. Fueron necesarios siete largos meses para proceder a asedio y toma de la ciudad. El asedio de Tiro se convirtió en una partida de coraje e ingenio entre griegos y tirios, en la cual los sitiadores intentaban construir un malecón desde el continente hasta la isla, para trasladar las maquinas de asalto; y los sitiados entorpecer la obra, cuando no destruirla. En situación verdaderamente apurada, uno de esos golpes de la Fortuna vino en ayuda de Alejandro: la armada siria y la chipriota abandonaron a los tirios y pusieron su numerosa flota al servicio de los griegos. El malecón se completó. La ciudad fue tomada al asalto en una operación combinada desde las torres instaladas en el malecón, y otras instaladas en barcos fenicios que atacaron la parte más vulnerable de la muralla. Alejandro entregó la ciudad a la rabia y a la frustración acumulada durante siete meses de los asaltantes. Tampoco hubiese podido evitar el saqueo. Los pocos tirios que sobrevivieron -unos 30.000- a ese día y noche pavorosos, fueron entregados a los tratantes de esclavos.

Después de tomar Gaza, los ejércitos griegos se dirigieron hacia Egipto. Los pocos puertos de la costa egipcia eran los únicos de los que todavía disponía la flota persa. Además, Persia obtenía de Egipto grandes cantidades de trigo y considerables riquezas en calidad de tributos. Desde Pelusio, que marcaba la frontera de la costa este, se dirigió hacia el sur hasta Menfis (332 a.C.). No fue necesario desenvainar la espada porque Alejandro fue recibido como un liberador. En la antigua capital de Egipto recibió la corona de faraón del Alto y Bajo Egipto.

En esa tierra milenaria, ante sus templos, pirámides imponentes y ante monumentos que nunca hubiesen podido imaginar; los griegos, asombrados, debieron de cambiar su escala del mundo.

Envuelto en el ceremonial y el boato de los faraones, Alejandro sintió por primera vez “qué significaba ser rey”.

Desde Menfis atravesó el delta hacia el norte, hasta la costa. Allí, entre el Mediterráneo y el mar interior Mareotis, junto a la desembocadura más occidental del río Nilo, fundó la ciudad que estaría destinada a convertirse en uno de los focos más importantes de la ciencia antigua y del helenismo, y en una de las ciudades más prósperas de la antigüedad: Alejandría de Egipto. Poco podía imaginar Alejandro que esa ciudad, todavía en proyecto, acogería su mausoleo; ni Ptolomeo, que la tierra que ahora pisaba sería con los años la capital de su reino.

La expedición se dirigió hacia el oeste, por el desierto libio hasta el santuario de Amón en el oasis de Siwa. No hay explicación a lógica a esto. Siwa no tenía ningún valor estratégico. Hay que dejar de lado la lógica y entender el hecho como la consecuencia de uno de esos impulsos irracionales que tantas veces dominaron la vida de Alejandro pero que jamás lo apartaron de su fin último. “Le dominó el anhelo de peregrinar al santuario de Siwa”, escribe Arriano. Los sacerdotes le recibieron como la encarnación del hijo de Amón. Alejandro era, pues, oficialmente un dios, y no solo en Egipto. Los griegos identificaban Amón con su Zeus. En nuestro mundo, esto causaría risa. En el mundo antiguo se tomó muy en serio. ¿Recordaría Alejandro las historias que Olimpia le contaba de niño, sobre su cópula divina con el Padre de los dioses, por la que engendró a su hijo? Seguramente. Alejandro siempre creyó sinceramente en su destino, pero entre las sombras verdeantes de Siwa obtuvo esa certeza que no le abandonaría nunca. Era rey y dios, y esto es el antecedente del carácter divino con que se investirán más tarde las monarquías helenísticas y los emperadores romanos.

Como político inteligente que era, sabía que un pueblo solo puede ser gobernado eficazmente si se respetan las estructuras políticas propias sin introducir cambios drásticos, y si se comprende la mentalidad de los gobernados (algo que los políticos modernos deberían recordar). Antes de abandonar Egipto reedificó los templos demolidos por los persas, restauró el culto al panteón egipcio y públicamente veneró a sus dioses. Dejó la administración civil en manos de nobles egipcios. La administración militar fue confiada a generales griegos.

Con la toma de Egipto, Alejandro concluye la primera parte de su plan. La flota persa quedaba inutilizada, la retaguardia cubierta, y los suministros y líneas de comunicación asegurados. Era hora de afrontar la segunda parte: avanzar hasta el mismo corazón de Asia y derrotar a Darío en su propio terreno. Resulta desconcertante la pasividad que demostró Darío en el año y medio trascurrido desde Isos. Dejando toda la iniciativa a Alejandro, esperó.

El ejército avanzó hacia el norte, por la costa, hasta Damasco. Después en dirección noreste se internaron en el continente. En esos días Alejandro celebró su vigésimo quinto cumpleaños.

En el otoño del 331 a.C. los ejércitos se encontraron al este del Tigris, en Gaugamela (a 35 km de la actual Mosul). Era la batalla en la que Alejandro se proponía batir al enemigo en su propio terreno y en campo de su elección. Tuvo lugar el 1 de octubre (un eclipse lunar fija con exactitud la fecha).

Poco antes había muerto Estateira. No pudo resistir las largas marchas impuestas por el ejército, aunque Plutarco escribe que murió a consecuencia de un parto. Alejandro asumió el papel de cabeza de familia para presidir los funerales, celebrados con los honores debidos a una reina. Vistió luto y ayunó durante días.

Al reconocer el terreno, comprobó que había sido cuidadosamente allanado, preparado para los terribles carros falcatos, con los que Darío pensaba barrer a la infantería macedonia. Darío añadía otra novedad: elefantes. De nuevo los persas contaban con superioridad numérica, 200.000 infantes y 40.000 jinetes son cálculos conservadores. El ejército griego se componía de 40.000 infantes y 7.000 jinetes.

La rápida inteligencia de Alejandro aplicó contramedidas para evitar que el frente, mucho más largo de los persas, rodease al frente griego en un movimiento envolvente. Alargó su propia línea quitando profundidad a las filas, y en ambas alas situó escuadrones que según las órdenes recibidas sobre la marcha, deberían moverse hacia los lados o hacia la retaguardia para reforzar esta o los flancos.

Los gritos que debían dar al lanzarse al combate, el calor sofocante, el tronar de los carros falcatos, el temblor de la tierra bajo el peso de los paquidermos, el polvo que inevitablemente se levantaría en el árido terreno recién allanado y que dificultaría la visión, irritaría los ojos y resecaría boca y garganta; todo anunciaba lo que los griegos recordarán más tarde como “el infierno de Gaugamela”.

Como en Isos, la infantería, en el centro, se enfrentaba a los mercenarios griegos del Gran Rey. Delante tenían a los elefantes y a los carros. Detrás de la formación, el mismo Darío y sus Inmortales. Alejandro y los hetairoi ocuparon la tradicional ala regia derecha, oponiéndose a Besos, sátrapa de Bactriana, y sus tropas. En el ala izquierda, Parmenión se enfrentaba al capaz Mazeus y su caballería. Cuando los carros falcatos se lanzaron para arrollar a la infantería, esta disciplinadamente se abrió dejando pasillos, que se cerraban inmediatamente tras ellos, por los que llegaron a toda carrera hasta la retaguardia griega, donde fueron eliminados sin problema por los arqueros agrianos.

La nube de polvo no había hecho más que levantarse. Para detener la muralla móvil y mortífera de los elefantes, el carácter naturalmente impulsivo de los macedonios se tornó en admirable sangre fría. Rodilla en tierra, el bosque de sarisas (firmemente sujetas por los pezhetairoi y apoyadas en el terreno) se adivinaba a través del polvo sobre el tímido brillo del muro de escudos. Las largas sarisas buscaron las patas, la boca y los ojos de los gigantes. Aguijoneados por el dolor, los animales de dieron a la desbandada.

Parmenión aguantaba como podía frente a Maceus, pero como en Isos, en el centro persa se produjo una brecha. Era lo que Alejandro estaba esperando, por provocado. Como una exhalación, la caballería real avanzó por la brecha y llegó al centro mismo de la formación persa. De nuevo, Darío perdió los nervios y huyó. Todo el centro persa cedió. Dividido el ejército de Darío, la caballería macedonia desbarató el ala de Bessos, después de lo cual fue en ayuda de Parmenión, en dificultades contra el valiente Mazeus. Alejandro no pudo salir a la captura del fugitivo Darío. Ya le llegaría su hora.

Hacia el sur, se dirigió hasta Babilonia, (cerca de la actual Karbala) la humillada capital del antiguo imperio asirio. El propio Maceus, sátrapa de la ciudad y que tan valerosamente había luchado en Gaugamela, le ofreció la ciudad. La cobarde actitud de Darío no le hacía digno de su lealtad. Mazeus fue confirmado en su cargo. Junto a él, dos macedonios como comandantes militares. Como era habitual en él, Alejandro ofreció ofrendas votivas al dios de la ciudad, Bel-Marduk, y ordenó reconstruir el templo destruido por el rey persa Jerjes.

En su persecución de Darío, su siguiente objetivo lo centro en las ciudades residenciales reales: Susa (cerca de la actual Dez Fül), Persépolis (cerca de Shiraz) y Ecbatana (Hamadan). Fue casi un paseo militar. Solo encontró resistencia al intentar atravesar el paso montañoso de Las puertas Persas.

Susa y Persépolis se entregaron sin resistencia (330 a.C.). En Susa encontraron un tesoro de 40.000 talentos de plata y 9.000 de oro, además del botín que Jerjes había arrebatado a Atenas. El tesoro de Persépolis triplicaba al anterior.

Desde el comienzo, Alejandro había presentado ideológicamente esta campaña como una guerra de venganza, y en Persépolis se culminó. Con su innato sentido del drama, el mismo Alejandro arrojó la primera antorcha sobre los opulentos palacios reales. La perla de la corona de la dinastía aqueménida, ardió en la hoguera de la venganza griega.

Por muy simbólico que fuese el hecho, no deja de ser real, y arroja turbias sombras sobre Alejandro. La ciudad se había rendido, los santuarios griego arrasados por Jerjes se habían reconstruido hacía tiempo. ¿Era verdaderamente necesario incendiar sus palacios en pro de una espectacular puesta en escena? Pasó el invierno del 330 a.C. en Persépolis. En Susa había acomodado a Sisigambis y sus nietos que le habían seguido desde Isos.

Con la primavera del 330 a.C. reinicia la persecución. Al llegar a Ecbatana supo que Darío, que acababa de escapársele, se dirigía en huida desesperada hacia la región irania de su reino. Lo encontró tras una persecución implacable, incluso para el contingente de 23.000 hombres que llevaba. Desgraciadamente, lo que encontró fue un hombre agonizante. Besos, el sátrapa de Bactriana, le asaeteó para impedir que cayese vivo en las manos del macedonio. Cubrió el cadáver con su clámide y lloró. Fue un duro golpe para Alejandro. Besos le privó de la oportunidad de ser magnánimo con su enemigo y de jugar el papel de uno los dos protagonistas de la escena histórica, en la que el rey viejo y vencido entrega su reino al joven y victorioso.

Con los funerales regios que Alejandro dio al último rey aqueménida se inicia una decisiva etapa en la vida del macedonio. Desde este momento se considera el legítimo sucesor de Darío III. Fiel a su tendencia a revestir sus grandes actos con carga ideológica, presenta la persecución del regicida Besos como obligación de vengar a su antecesor Darío.

En realidad, el regicida era un rebelde peligroso que disponía de un ejército de resistencia y que se dedicó a levantar en armas a las tribus iranias.

Durante cerca de tres años persiguió al escurridizo rebelde. Fueron los más duros, hasta entonces. No hubo grandes batallas. La táctica de Besos fue la guerra de guerrillas. El macedonio volvió a demostrar su genialidad al adaptarse y superar a los oponentes en su propio terreno, en una técnica bélica que antes no conocía. Espías y exploradores fueron elementos fundamentales en su victoria. Persiguió a Besossin tregua por la actual Afganistán, Turkmenistán. Atravesando las nieves perpetuas del Hindu-Kush y el desierto de Kavir, llegó a Tadzhikistan (la Bactriana de Besos) y Uzbekistán hasta la actual ciudad de Leninabad (ciudad fundada por Alejandro, en el curso medio del Sir-Daria, con el nombre de Alejandría de Eskaté).

 De nuevo la Fortuna sonrió a su favorito, siendo el instrumento dos generales de Besos que le traicionaron y abandonaron. Fue capturado por Ptolomeo durante una incursión. La forma en que fue tratado, de nuevo, arroja una mancha sobre la gloria de Alejandro. Hizo que se le cortase la nariz y las orejas, después desnudo, (la mayor humillación para un persa) fue azotado. Enviado a Ecbatana fue “ajusticiado”. Plutarco explica cómo: descuartizado al ser atados cada uno de sus muslos a dos árboles, que previamente se les había unido sus troncos flexibles, para posteriormente cortar la cuerda que les unía.

En la primavera de 327 a.C., después de luchar con Epistames, sucesor de Besos (y también vencido por la traición) solo las regiones nororientales presentaban resistencia. El capítulo se cerró con la toma de la fortaleza de Sogdiana. La proeza fue realizada por trescientos escaladores agrianos que, durante la noche, ayudados de cuerdas, mazas y picas, se abrieron camino por riscos nevados hasta la cumbre. La guarnición se rindió y los conquistadores fueron agasajados como invitados. Entre los anfitriones estaba Roxana, hija del caudillo de la fortaleza. Plutarco afirma que era una belleza deslumbrante, que inmediatamente fascinó al habitualmente tibio Alejandro. Podía haber hecho valer su derecho de conquistador, no hubiese escandalizado ni a amigos ni a enemigos, pero sí a él mismo. Prefirió pedirla en matrimonio. Dice Plutarco: “enardeció más su amor el ver que su habitual moderación y continencia le habían conducido al extremo de no querer poseer, sin autorización de la Ley, a esa mujer; la única que le había rendido”.

Las fuentes antiguas apenas nos informan de la verdadera relación de la pareja, lo que en sí mismo es revelador. Todo parece indicar que, después de apagados los primeros fuegos, el interés de Alejandro por Roxana se moderó o se hizo intermitente. La exuberante belleza de una esposa, con la que por cuestiones idiomáticas poco se podía comunicar, y que carecía de la formación del esposo, no debieron de ser suficiente para mantener el permanente interés de alguien con un mundo interior tan intenso como Alejandro, que fundaba todas sus relaciones en un estrecho vinculo emocional e intelectual. Roxana debió de despertar su sensualidad largamente dormida. Quinto Curcio nos dice que desde este momento Alejandro tuvo concubinas y amantes ocasionales: descanso del guerrero.

Desde la muerte de Darío, fiel a su proclama y a su sincero deseo de unir a griegos y persas en un solo pueblo, Alejandro fue asimilando las tradiciones de la monarquía persa y mostró un interés creciente en la cultura de sus nuevos súbditos. Comenzó a utilizar la indumentaria persa. Cada vez era más frecuente ver a nobles persas tanto en su corte itinerante, a causa de las campañas, como en la administración de las ciudades. Su círculo de amistades se completó con persas. En tertulias que se prolongaron hasta altas horas intentaba comprender la mentalidad del pueblo que había conquistado. Suplió las grandes bajas de su ejército con contingentes nativos. Fundó una escuela militar en la que 30.000 jóvenes persas recibían adiestramiento a la vez que, con buena disposición, estudiaban griego y cultura griega. Lo mismo esperaba de sus macedonios. Mientras sus generales más jóvenes parecían abiertos a estos cambios, la actitud de Alejandro chocó de frente con la vieja guardia de Filipo y con algunos puristas, para los que los persas, según la moral de la época, eran un pueblo sometido sin más contemplaciones. La boda con Roxana, levantó ampollas.

Esta atmósfera cargada desembocó en tormenta cuando Alejandro exigió a los griegos el acto de la proskinesis (postración total en el suelo), del mismo modo que la recibía de los nobles persas. Fue un error. Para los griegos era un acto de sometimiento humillante, explicable entre persas, “esclavos todos de un único señor, su rey”. Ellos eran griegos, macedonios, hombres libres para los que el rey era un primus inter pares. En este estado de tensión se encuadran algunos hechos que ensombrecen intensamente la figura de Alejandro.

Filotas (hijo del viejo Parmenión) que se había granjeado la enemistad de algunos compañeros fue acusado de traición por no comunicar una conjura contra el rey de la que él, supuestamente, tenía conocimiento. Sometido a tortura confesó. Fue ejecutado. Inmediatamente, un correo de postas llevó hasta Ecbatana, donde Parmenión era jefe militar, la orden de ejecución del fiel general. El hecho de que se intentase a toda costa que la orden llegase antes que la noticia de la ejecución de Filotas solo indica el temor a una rebelión y los remordimientos del rey.

Durante el otoño de 328 a.C. Alejandro reunió a sus amigos en una cena. Los vapores etílicos cubrieron el ambiente (lo usual en una reunión de macedonios). El vino soltó la lengua, siempre retadora, de Clitos, amigo de juventud del rey y el hombre que le salvo la vida en Gránico. Alejandro siempre llevó mal las críticas. De las palabras, cada vez más insultantes, se pasó a los gritos y de aquí a las manos. Lo que en principio parecía una de las habituales broncas de una taberna macedonia terminó en tragedia griega cuando Clitos, incontrolable, apostilló a Alejandro que todo lo que era se lo debía a su padre Filipo. Había hurgado una vieja herida que él, como hermano de leche que era del rey, debía de conocer bien. Alejandro, enajenado, arrancó una lanza a un guarda y atravesó a Clitos. Cuando comprendió el alcance del hecho, el rey intentó matarse con la misma arma. La rápida reacción de sus amigos, de golpe recuperados de la borrachera, se lo impidió. Durante tres días y noches se temió por su vida. En estado de shock, atormentado por el remordimiento, se encerró en sus habitaciones, rechazando comida y bebida.

Estos sucesos, que fueron muy criticados por algunos de sus generales, no mermaron el fervor con que la tropa se sentía unida a su rey. Iba a ser puesta a prueba. Cuando tuvieron conocimiento de los proyectos grandiosos del rey, no pocos se resistieron. El rey se dirigió a sus hombres con palabras ardientes, dardos a sus corazones. La magia irresistible de Alejandro los había fascinado. De nuevo los sedujo tras la estela de sus sueños. “Arrebatados por el entusiasmo ,le pidieron que les arrastrase hasta los confines del mundo”. Lo haría.

En el verano del año 327ª.C. se inicia la última campaña de Alejandro. Tiene lugar en la India y le ocupará los siguientes dos años de su vida. No están claras las razones políticas que le empujaron. Posiblemente las hubo, pero hay que buscar también otras en el sueño de alcanzar el límite del mundo conocido hacia el oriente(se creía que la tierra terminaba tras el océano que limitaba esas regiones) y desde luego en esa curiosidad insaciable del explorado y naturalista que siempre vivió dentro de él.

Ciento veinte mil hombres formaban la expedición, buena parte de ellos, jóvenes persas.

Los sueños de su rey les llevarían a regiones totalmente extrañas de las que nadie había oído hablar, o lo que habían oído en fábulas; con vegetación, animales, paisajes y fenómenos meteorológicos inimaginables; con pueblos de razas y costumbres sorprendentes. El asombro de estos hombres debió de ser similar al que sintieron los primeros conquistadores españoles cuando pusieron el pie en América.

El valle de Kabul era la puerta que se habría hacia el “Valle de los cinco ríos”. Vencieron la primera resistencia local tomando al asalto la fortaleza de Aorno (Pir-Sar), situada en una roca a 2.130 metros de altitud. Para ello se colocaron las maquinas de asalto en contrafuertes exteriores naturales y en barrancos nivelados con árboles y tierra. La ciudad se rindió y Alejandro aceptó el vasallaje de su rey.

Continuaron hacia el este, siempre vigilados por la imponente muralla del Himalaya. Si en Egipto debieron cambiar su escala de lo humano; ante las majestuosas montañas que continuamente tenía ante sus ojos, esos hombres del Mediterráneo debieron replantearse su escala de lo sobrehumano y lo sobrenatural. ¿Qué divinidades levantaron esas imposibles alturas? ¿Cuáles habitaban sus lejanas cumbres de perpetua y cegadora blancura?

Para llegar a la región de Punjab, debieron de atravesar el ancho, gélido y torrentoso caudal del Indo. Lo hicieron a través de un puente de pontones, magnifica obra de ingeniería que Hephesteión había tendido previamente.

En Taxilia (Rawalpindi), Alejandro fue recibido con todos los honores de la pompa oriental por el rey Omfis, antiguo conocido del macedonio. Omfis le ofreció su lealtad y le recibió con estas palabras: “Comprendo que no vienes a quitarnos el agua ni el alimento, las únicas cosas por la que hombres sensatos pelean. En cuanto a lo que llaman riquezas, si soy superior a ti, estoy dispuesto a hacerte bien; si valgo menos, no rehuso recibirlas”. Alejandro le respondió: “¿Piensas que con tu cortesía no vamos a pelear? En nada me adelantas y he de pelear a fuerza de beneficios, a fin de que no seas más generoso que yo”. Se intercambiaron todo tipo de regios presentes y fue confirmado en su posición frente a otros pretendientes. La alianza con Omfis le granjeo la enemistad del vecino rey Poros, al otro lado del río Hispades (Jhelum), afluente del Indo.

Los griegos descubrieron un enemigo, por desconocido, más peligroso que Poros, que les atormentó durante meses, de día y noche: las lluvias monzónicas.

El vasallaje sobre Poros se decidió en la batalla del Hispades. Fue la última gran batalla que libró Alejandro y la obra maestra con la que coronó su carrera militar. Hispades da la verdadera talla del genio militar del macedonio: su naturaleza de líder nato que arrastra a los suyos; perseverancia, coraje y sangre fría, compresión psicológica del adversario, capacidad de improvisación, reacciones rápidas ante circunstancias imprevistas.

Después de una prolongada guerra psicológica que duró varios días y noches, en la que Poros llegó al convencimiento de que el macedonio era un cobarde, la caballería y la infantería griega cruzaron, sobre pontones, el tumultuoso y ancho cauce del río hasta la orilla donde estaba el campamento enemigo. Para no ser advertidos se hizo en una noche de tormenta con gran aparato eléctrico. Se pasó, directamente, de marcha agotadora, a la batalla.

Para soslayar el peligro de los doscientos elefantes que guardaban la orilla y que hubiesen sembrado el terror entre los caballos, el ala derecha de Alejandro, los hetairos, atacó de forma oblicua al ala izquierda de Poros. La caballería tracia, en el ala izquierda, hizo lo propio contra el ala derecha enemiga. Fue una maniobra fulgurante en la que el ejército de elefantes, a 50 metros por delante de donde se luchaba, nada podía hacer. Era el momento de que actuase la infantería, que rodeó la línea de paquidermos. Los arqueros se emplearon con los guías, las largas sarisas de los infantes, con los animales.

Simultáneamente, la caballería griega, que había derrotado a la de Poros, se retiraba del campo del para dejar que el ejército de elefantes, en desbandada, temerosos, furiosos y sin su guía; se encargasen de concluir la batalla aplastando y sembrado el terror entre la infantería india, y a lo que quedaba de la caballería. Los que pudieron huir fueron eliminados con un contingente de refresco que acababa de cruzar el río.

La batalla, que había comenzado de noche y concluyó al amanecer, fue una escena dantesca: el sonido de trompetas y los gongs, los gritos de los hombres, el relinchar de los caballos, el barritar furioso y doliente de los elefantes. Todo en medio del infierno de la tormenta, la lluvia torrencial, rayos, truenos, barro.

Poros no era Darío y luchó hasta el final. Herido por varias saetas fue hecho prisionero. Alejandro respetaba a un adversario valiente y lo trató con todos los honores. En su propia tienda, mientras era atendido por sus médicos, le preguntó como quería ser tratado. Poros respondió: “regiamente”. Alejandro le dijo: “eso lo debo hacer por mi interés. Pide algo por el tuyo”. No pidió nada. Fue rey de su reino y, desde ese momento, fiel aliado del macedonio hasta el fin.

La expedición continuó hasta el Hifasis (Chenab), el afluente más occidental del Indo. Al llegar allí sucedió un hecho insólito en la vida de Alejandro. Los hombres se negaron a seguir. Estaban agotados, diezmados por el calor y la lluvia, por las enfermedades, los reptiles e insectos; y temerosos de ser llevados a tierras innombradas. Debió de ser un duro golpe para alguien como Alejandro, que sustenta su propia estima en la confianza y lealtad de sus hombres. Debió de replantearse la imagen que tenía sobre sí mismo, algo demoledor para él. Tuvo que ceder, y desandando lo andado, regresar hasta el Hispades. Allí, para descender el Indo construyó una poderosa flota. Dos destacamentos al mando de Crátero y Hephesteión la apoyarían desde tierra.

La expedición estuvo acompañada de todo tipo de contratiempos. Al llegar al país de los malios, fue necesario tomar la fortaleza al asalto. En una acción individual de una temeridad que retaba a Fortuna, Alejandro cayó gravemente herido. Una flecha le atravesó la coraza, se incrustó en una costilla y atravesó la pleura hasta el pulmón. Todos creyeron que era su fin. Con una herida que hubiese necesitado largo tiempo de inmovilización, a la semana, hizo un largo recorrido a caballo y en barco para visitar al grueso de su ejército que le creía muerto. Con el tiempo, la herida mal curada desarrollaría un tejido interno duro e irregular que le atormentaría a cada movimiento y en cada inspiración.

La expedición descendió hasta la actual Patala, en el delta de Indo (verano del 325). Allí se le confió a Nearcos la flota con la responsabilidad de encontrar una ruta marítima hasta la desembocadura del Eúfrates. Un ejército de apoyo terrestre al frente del mismo Alejandro le debía acompañar por tierra. La ruta elegida fue el desierto de Gedrosia. Poco después de separarse, Nearcos y Alejandro perdieron el contacto.

El desierto fue un infierno. El hambre y la sed terminó con las dos terceras partes del ejército. La herida del pecho debió de torturarle hasta lo indecible.

Privada del apoyo del contingente de Alejandro, la flamante flota de Nearcos, para sobrevivir tuvo que convertirse en una flota de piratas. Después de dos horribles meses, Alejandro y Nearcos, con su flota prácticamente intacta, se encontraron en Ormuz. (cerca, en Carmiana fundó Alejandría Carmiana).

Desde ese momento, aprovisionados por sátrapas y reyes vasallos, nada les faltó. Nearcos prosiguió por el Golfo Pérsico hasta la desembocadura del Eúfrates. Alejandro prosiguió su marcha por tierra hasta Susa, donde llegó a principios del 324 a,C.. Tenía 31 años y ya era señor de las tierras desde Macedonia a la India, y desde el Cáucaso hasta Nubia.

Durante su ausencia de dos años se sucedieron cambios. Antípatro, desde Macedonia, le avisaba sobre posibles revueltas. En el corazón de su imperio cundía la corrupción. Castigó con firmeza a los culpables y reorganizó el ejército y la administración.

Durante el último año de su vida, su carácter se trasforma. Sus sueños son desmesurados y se siente continuamente amenazado, cuestionado. Regresan los fantasmas de las inseguridades de su adolescencia y refuerza las medidas de seguridad. Con motivos o no, cada vez confía menos en los suyos y más en sus amigos persas.

Ese año, en Susa, tiene lugar una nueva confirmación de su intención de unir a griegos y persas, un matrimonio en masa entre sus hombres y nobles persas. El mismo se casó con Barsine, la hija de Darío, Hephesteión con la hermana. Diez mil griegos recibieron ricos regalos de boda, pero otros renegaron de esta política.

El descontento largamente fraguado se materializó en abierto motín en Opis (junto al Tigris, verano del 324). Los hombres se negaron a seguirle en la estela de sus proyectos desmedidos. Pidieron ser licenciados y regresar a Grecia para disfrutar de las riquezas tan costosamente conseguidas. Con dura ironía le dijeron que realizase la campaña con “su padre Amón y con los persas”. En un momento en que ya desconfiaba de antiguas lealtades, algo así debió de hundirle. Reaccionó inmediatamente, lo usual en él.

Mandó ejecutar a los instigadores, y después, en un discurso impresionante, cargado de la fuerza y del magnetismo de Alejandro, les recordó lo que habían sido antes y lo que eran ahora; qué era Macedonia antes de su padre, y el puesto que en el presente ocupaba en el mundo. Instó a los más veteranos a que mostrasen sus heridas, él enseñaría las suyas, que no eran menos numerosas. Su gesto vehemente, la pasión de su voz y su magia arrancaron lágrimas a esos hombres endurecidos por las heridas, y sus lágrimas, las su rey. El poder de seducción del macedonio, otra vez, había obrado el milagro. De nuevo y junto a su rey lo imposible esta al alcance de las voluntades.

En un momento tan crucial para la estabilidad emocional de Alejandro, en el otoño de 324 a.C. murió en Ecbatana Hephasteion, su amigo desde la infancia y su soporte.

Sólo hay que conocer un poco a tan noble personaje para que aparezca ante nuestros ojos como la personificación de la Amistad (con mayúsculas), entendida como él más noble, generoso y perdurable de los sentimientos.

La narrativa moderna se complace en fantasear sobre la verdadera relación que les unió. Ningún historiador de la antigüedad hace mención a la posible relación sexual entre Alejandro y Hephasteión. Resulta incongruente que no lo hagan de esta, y sí de las relaciones de Filipo con alguno de sus oficiales. Los historiadores griegos se refieren a Hephasteión como “phillos” (literalmente, amigo) de Alejandro, Las biografías latinas lo hacen como “amicus” (amigo). Ambas lenguas tienen palabras muy precisas para denominar la relación sexual entre dos hombres, incluso el tipo de relación.

Sea como fuera, (y nunca sabremos con seguridad lo que fue) la relación solo fue rotundamente positiva para Alejandro. Desde la adolescencia hasta su muerte, Hephasteión fue el amigo de lealtad inquebrantable, el confidente fiel al que Alejandro se atrevió a abrir su alma sin el temor a ser juzgado, con quien compartía la grandeza de sus sueños, sus decepciones, la pasión por la ciencia, la filosofía y la literatura, el hombre que parecía comprender todo aunque no necesariamente lo justificara. Su personalidad equilibrada, encanto y discreción eran el bálsamo que apaciguaba los tormentos de Alejandro y refrenaban su impulso a la locura. Nunca fue un adulador, tampoco lo necesitó. Su muerte le enloqueció. La falta de tan importante pilar en el edificio emocional de Alejandro -tan concienzudamente trabajado por él mismo- desestabilizó su equilibrio hasta su muerte.

Se entregó a una frenética actividad administrativa y a organizar la expedición a Arabia con la que intentaba establecer una ruta marítima desde el Éufrates hasta el Mar Rojo, y unir este con el Mediterráneo.

A pesar de que magos caldeos le aconsejaron que no lo hiciese, en el invierno del 323 regresó a Babilonia dispuesto a convertirla en la capital de su imperio. Hizo construir un gigantesco puerto, capaz de albergar mil barcos, con los necesarios almacenes, depósitos y edificios administrativos.

Pocos días antes de iniciar la expedición a Arabia, enfermó. El curso de la enfermedad, que duró diez días, y la actitud de Alejandro son perfectamente detalladas por Plutarco, que recoge los escritos del chambelán de la corte. Elude los consejos y prescripciones de sus médicos, y del sentido común. Su actitud resulta casi suicida si se considera que él había estudiado medicina teórica y práctica. Sus conocimientos eran equiparables a los de cualquier profesional de su época.

Él, que creyó apasionadamente en su destino y corrió hasta superarlo, le hizo frente con el valor que le exigía la leyenda. “Si alguien quiere reconocimiento, debe hacerse digno de él”. Hasta el final luchó por merecerlo. Al décimo día, la fiebre, los estertores y un intenso dolor en el pecho y en la espalda lo postraron en la cama. No volvió a levantarse. Cuando el fin se hizo evidente, Pérdicas le preguntó a quién entregaba el anillo real. “Al más fuerte”, respondió.

Si un cúmulo de sucesos nefastos adelantó su muerte, toda una serie de prodigios la anunciaron al mundo. Como Aquiles, el héroe de la obra homérica que siempre le acompañó, pactó con los dioses entregar años de su vida a cambio de gloria imperecedera.

Dejaba dos hijos non natos. El de Barsine no llegaría a nacer (Roxana asesinó a la esposa persa) El de Roxana, ella misma y Olimpia murieron años más tarde a manos del hijo de Antípatro, regente de Macedonia.

El sueño de Alejandro moría con él. Las guerras entre sus generales dividieron el imperio. De los generales del macedonio, solo Ptolomeo, cómodamente instalado en Egipto, llegó a una pacifica ancianidad, siendo un rey amado y respetado por su pueblo. Su estirpe se prolongó durante siglos hasta Cleopatra VII. El secuestro del cadáver de Alejandro, cuando era conducido a Macedonia, le permitió enterrarlo en Alejandría con honores divinos y legitimar así su dinastía. En algún lugar muy cercano a la costa de Alejandría reposa su fundador junto a los reyes ptolemaicos, a Cleopatray Marco Antonio.

Tres siglos más tarde, un romano lloraba ante la estatua de Alejandro, que los habitantes de Gades (Cádiz) levantaron en el templo de Heracles, porque el macedonio a sus treinta y dos años, su misma edad, ya había conquistado el mundo. Fue entonces cuando Julio César, joven pretor en Hispania, soñó el sueño de Alejandro.

3. El Legado.

Resulta difícil evaluar el legado de un personaje histórico tan poliédrico e inabarcable como Alejandro. Medido con la moral actual, se le podría considerar como un invasor conquistador, un megalómano. A los hombres y a los hechos hay que medirlos por los parámetros de su propia época (lo contrario sería injusto y poco riguroso) y Alejandro fue un héroe en su época, el último y el más grande.

Su proyecto de unir razas, pueblos, la búsqueda del sincretismo religioso, todo ello encuadrado en una organización política ecuménica, se adelantaba a su tiempo y por eso fue incomprendido. Las monarquías helenísticas lo retomaron en gran parte, el Imperio romano lo desarrolló plenamente.

En economía, reactivó grandes regiones profundamente deprimidas. Al acuñar en moneda los inmensos tesoros aqueménidas, puso en circulación ingentes cantidades de riquezas inmovilizadas, que fluyeron hacia los mercados del Mediterráneo y de Oriente.

Fundó más de setenta colonias habitadas por griegos y autóctonos -muchas de ellas populosas ciudades en la actualidad-, verdaderos implantes de Grecia en Oriente, que además de contribuir a la helenización, fueron crisoles en los que Oriente y Occidente dieron al mundo lo mejor de cada uno. Estas ciudades dieron origen a la ruta terrestre de la seda y de las especies (más tarde Roma abriría la marítima), autenticas vías de intercambio cultural. Se han encontrado tetradracmas griegos en China.

En administración, adoptó como célula base la satrapía (provincia) y separó las funciones civiles, militares y de tesorería. El esquema se continuó en las monarquías helenísticas y se perfeccionó en el Imperio Romano.

Las expediciones de Alejandro deben ser consideradas no solo desde el punto de vista militar, sino de descubrimiento. Los trabajos y observaciones del ejército de científicos que siempre le acompañaron (zoólogos, botánicos, geógrafos, historiadores, ingenieros) abrieron una nueva etapa para la ciencia, cuya influencia se prolongo durante siglos hasta el Renacimiento. La travesía marítima de Nearco, cuyas magnificas observaciones reflejó en su obra “Indica”, cambiaron la cartografía del mundo conocido. (la “Indica”,junto con las memorias de Ptolomeo, son las fuentes utilizadas por Arriano en su biografía de Alejandro)

A ningún hombre le ha sido posible cambiar radicalmente el curso de la historia, pero unos pocos grandes hombres, al comprender intuitivamente el momento histórico y adelantarse a él, fueron capaces de modelarla y encauzarla. Alejandro III de Macedonia es uno de esos pocos grandes hombres.

Su proyecto visionario mostró nuevos horizontes a sus contemporáneos. El helenismo y el Imperio romano -entendidos como fenómenos artísticos, sociales, económicos y políticos-, el auge del cristianismo, el Islam, etc. presuponen la existencia de Alejandro.

Julia Saiz

BIBLIOGRAFÍA:

  • Plutarco: “Vidas paralelas .Alejandro-Julio César”. Ed. Gredos.
  • Arriano: ”Anábasis de Alejandro”. Ed. Gredos.
  • H. Bengtson: “Griegos y persas. El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, vol I” .Ed. Historia universal siglo XXI.
  • V.V. Struve: “Historia de la antigua Grecia”. Akal Editor.
  • Claude Mosé: “Alejandro Magno. El destino de un mito”. Ed. Espasa.
  • F. Fèvre: “Ptolomeo I”. Ed. Aldebarán.
  • M. Renaul: “Alejandro”. Salvat Editores.
  • Varios: “Historia Universal Salvat”. Vol.5. Salvat Editores.
  • S. Lidman: “Atlas EL PAÍS Aguilar”. Aguilar Ediciones.

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